Tribuna:

La consumación de la ignominia

El espectáculo mediático del lehendakari presentando ante los medios de comunicación su proyecto de Estatuto político, como si se tratase del representante máximo de un Estado independiente, o de una antigua colonia que alcanzaba su independencia ejerciendo el derecho de autodeterminación, parece un signo de modernidad y de ejercicio de los valores democráticos. En realidad, estamos ante el maquillaje de una vieja institución propia de tiempos medievales y del absolutismo naciente que repara su decrepitud con materiales modernos. Estamos ante el viejo pacto con la Corona que los territo...

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El espectáculo mediático del lehendakari presentando ante los medios de comunicación su proyecto de Estatuto político, como si se tratase del representante máximo de un Estado independiente, o de una antigua colonia que alcanzaba su independencia ejerciendo el derecho de autodeterminación, parece un signo de modernidad y de ejercicio de los valores democráticos. En realidad, estamos ante el maquillaje de una vieja institución propia de tiempos medievales y del absolutismo naciente que repara su decrepitud con materiales modernos. Estamos ante el viejo pacto con la Corona que los territorios forales acordaban con el rey de Castilla. No existía Euskadi, que aparece en el siglo XIX, ni nunca Euskal Herria había sido titular de esos acuerdos, que eran de cada territorio histórico.

Se consuma con este paso en el vacío una ignominia que tiene su base en una cadena de deslealtades, de hipocresías y falsedades, de engaños y de sofismas políticos. No se trata de adjetivar sin razones, sino, por el contrario, de justificar racionalmente el uso de esos términos. Es verdad que este planteamiento supone que nos tomemos en serio el tema, pero no porque sea posible su realización práctica, sino porque puede crear una desintegración social y una tensión insoportable que siempre favorecen a las posiciones extremas, tanto en el País Vasco como en el resto de España. Parece que el desasosiego y la desintegración de muchos valores comunes que producía el terrorismo de ETA se completan y se potencian con este plan rupturista de la convivencia, incomprensible para muchos vascos y para la mayoría del resto de España. Si la tensión en el primer caso disminuye por la acción conjunta de la policía y la justicia, este relevo igualmente desestabilizador parece destinado a perpetuar el poder de los nacionalistas, que mantienen el status actual mientras desvían la atención sobre el proyecto imposible. No podrán escalar el cielo, pero mantendrán el dominio sobre la tierra.

En todo caso, hay que justificar por qué hablo de la consumación de la ignominia, y por qué lo identifico con unos adjetivos fuertes y contundentes, cuando otras personas respetables, y sin ninguna duda sobre su lealtad al proyecto constitucional, afirman que hay que abrir un diálogo con los nacionalistas para resolver el contencioso. He leído con detenimiento el texto normativo, con lo que no puedo ser descalificado con el fácil argumento de que se rechaza sin conocerlo.

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Cuando hablo del contenido de deslealtad me estoy refiriendo al uso torticero de un poder cuyo ejercicio no estaba concebido para preparar un proyecto soberanista, sino para administrar y actuar de acuerdo con unas competencias políticas muy amplias que derivan de la Constitución de 1978, de la que trae causa el Estatuto de Autonomía. Con un consciente velo de ignorancia de esas circunstancias, parece que los nacionalistas han conseguido un amplio espacio de libertad con su esfuerzo y sacrificio, y no, como en realidad ha ocurrido, a partir de un gran acuerdo, de un pacto social de la sociedad española y de los órganos que la representan que se plasmó en la Constitución. Antes no tenían nada, y a partir del consenso constitucional y del Estatuto tuvieron todo menos la independencia. Ver al lehendakari con este proyecto en el palacio de Ajuria Enea, sede de su poder derivado de unas elecciones estatutarias, en el marco de las reglas de juego constitucionales, es una escenificación de la apropiación indebida y la deslealtad, imagen que es mejor que cualquier argumentación. Y en esas elecciones, el lehendakari y su partido presentaron un programa, que fue el que se votó, donde no se hablaba para nada del proyecto de libre asociación, y los ciudadanos que le votaron ignoraban ese extremo, que no era secundario y sin importancia. La deslealtad configura, pues, una falta de legitimidad para plantear el llamado estatuto político de la Comunidad de Euskadi, tanto por el contenido de las elecciones autonómicas como por las competencias del Gobierno vasco. Cuando el señor Ibarretxe en aquel escenario presentaba el proyecto, según él, legitimado por su condición de Gobierno libremente elegido en las urnas, estaba mintiendo al ocultar su falta de legitimidad, que es el núcleo central de su deslealtad.

Y esa deslealtad se funde con la hipocresía en la afirmación del preámbulo de que "... el pueblo vasco tiene el derecho a decidir su propio futuro tal y como se aprobó por mayoría absoluta el 15 de febrero de 1990 en el Parlamento vasco, y de conformidad con el derecho de autodeterminación de los pueblos, reconocido internacionalmente...". Son siempre medias verdades que ocultan grandes falsedades y actos propios. Aparece aquí esa especie de inocencia histórica, posiblemente derivada de la influencia eclesiástica, y que la Iglesia católica practica habitualmente para desentenderse de lo que ha hecho en otros momentos, como si no fuera con ella ese pasado. Es aquello de Franco cuando, refiriéndose a un vecino de Ferrol al que no recordaba, el almirante Nieto Antúnez, le dijo: "Sí, hombre, es uno al que a su padre le mataron los nacionales". Así, los autores de este Estatuto olvidan y ocultan que el tema de la autodeterminación se planteó en el debate constitucional por el diputado señor Letamendía, y que ellos votaron en contra. Con una visión oportunista y lejana a cualquier principio, resulta que ahora deciden que ése es un valor universal y que pueden saltarse no sólo la Constitución y la estabilidad de las fronteras reconocida en el ámbito de la seguridad europea, sino también el propio sentido de la autodeterminación, reservado tanto por la práctica internacional como por la doctrina académica para situaciones coloniales.

Pero la deslealtad y la hipocresía se ponen aún más de relieve cuando parece simularse que los vascos nunca han votado la Constitución -que se aprobó, aunque en dos de ellos con muchas abstenciones, en los territorios históricos como en el resto de las provincias españolas-, ni tampoco el Estatuto, que no han participado en elecciones, que no han interpuesto recursos ante el Tribunal Constitucional, o que no han ejercido libremente los derechos y las libertades reconocidos en la Constitución en igualdad de condiciones con los demás ciudadanos.

Pero la situación actual llega al sarcasmo cuando eso se dice desde un Gobierno elegido y en un texto que se presenta ante un Parlamento, utilizados en abuso de derecho, en fraude a la ley, fuera de sus ámbitos de competenciay para una reforma oculta de la Constitución. ¿Todo lo que han hecho los vascos estos 25 años no es autodeterminación? ¿No han decidido libremente en cada ocasión sobre su futuro?

La falsedad y los engaños afectan tanto al pasado como al futuro. En el pasado simularon aceptar el texto del Estatuto, fingiendo que era un texto conquistado e ignorando que derivaba de la Constitución, sólo para alcanzar el poder y detentarlo, con el fin de preparar desde sus ventajas y beneficios el terreno para la madurez de esta propuesta, que paradójicamente es el cauce para enterrar el propio Estatuto que les servía de trampolín para su destrucción. Las falsedades y los engaños sirven también para construir unos agravios ficticios, desde una falsificación de la historia, incorporada en la formación de las generaciones más jóvenes y para generar sentimientos de rechazo de la Constitución y de la propia realidad nacional de España. No se trata aquí del rancio nacionalismo español, tan excluyente y tan poco integrador, sino del nacionalismo que construye la Constitución, con la idea de España como nación de naciones y de regiones. A quienes defendemos la Constitución, y especialmente al gran número de vascos que la defienden, se les acusa de nacionalistas españoles, identificándoles con el fascismo y con el franquismo.

En ese contexto, los engaños y las simulaciones de cara al futuro se plantean en una ofensiva paralela a la presentación del Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, para solicitar el diálogo, el consenso y la concertación, afirmando que se trata de un texto abierto y flexible y olvidando todo lo que acabamos de señalar de comportamiento desleal para llegar a esta situación. Hay que denunciar también esta falacia del diálogo, porque no es auténtico, parten de ventajas alcanzadas de manera irregular y se refiere a un texto que, como veremos, es ilegítimo e inconstitucional, al que llegan torticeramente utilizando unas instituciones que no están concebidas para ese fin. Todos aquellos que, de buena fe, propugnan ese diálogo deben sopesar todas estas razones que, a mi juicio, son de un peso irrebatible, y considerar también que, aun aceptando a efectos dialécticos, lo que es mucho aceptar, que la Constitución y el Estatuto no sean buenos para Euskadi, el nuevo escenario empeora la situación y puede conducir o a la opresión de la mitad de los vascos, o a una situación de violencia insoportable, o, incluso, a una quiebra de la Constitución impulsada por sus enemigos ancestrales, contrarios al Estado de las Autonomías y al reconocimiento de las naciones culturales.

Esta situación no es de diálogo, sino de imposición, y me recuerda aquellas palabras de Bentham en las primeras líneas de su Tratado de legislación civil y penal, cuando se oponía a los fanáticos armados de un derecho natural que les legitimaba para decir esto lo obedezco porque estoy de acuerdo y esto no porque no lo comparto. ¿Qué sociedad, decía, puede soportar mucho tiempo esa situación sin caer en la violencia y en la guerra de todos contra todos? No puede haber libertad fuera del respeto a la Constitución y a las leyes, porque si unos, en este caso los vascos, fueran autorizados a actuar contra ellas, todos podrían tener ese poder, y podrían a su vez romper las reglas de juego que laboriosa y difícilmente nos hemos dado, y volveríamos a las andadas de violencia que han jalonado nuestra historia constitucional.

Además de estas consideraciones, el gran sofisma está en el propio texto. Ya hemos visto que el Gobierno vasco no está legitimado para proponer un texto con los contenidos y con los objetivos que pretende. En efecto, se simula que estamos ante una reforma del Estatuto, cuando en realidad estamos ante una reforma de la Constitución. El preámbulo marca esos objetivos de una manera unilateral, partiendo de afirmaciones falsas como el derecho de los vascos a decidir solos su propio futuro, obligando al Estado español y a sus instituciones, afirmando, por un lado, que se trata de una relación de libre asociación, pero imponiendo a la otra parte su modelo. La mayoría de los artículos modifican la Constitución, sin respetar los procedimientos de reforma del Título X de la misma y cambiando la jerarquía normativa, considerando a este proyecto por encima de la propia Constitución.

Señalaré como contrarios a la Constitución los artículos 1; 2.2; 3.3; 4; 5.3; 6; 10.1; 11.3; 12; 13; 14; 15; 16; 17 e) y f); 18.1 y .2; 20.6 y .7; 21.7; 26.1, .2 y .3; 27; 28; 29.1, .3, .4 y .5; 40; 41; 43; 44; 45; 47; 52.2; 53.4; 54.1, .2 y .4; 55.1, .2, .3 y .4; 56; 57; 59.3; 60.1 y .2; 61; 65; 67; 68; 69; disposición transitoria, y disposición final. Como se ve, casi la totalidad del texto supone una alteración de la Constitución fuera de las reglas que establece para su reforma. He dejado de señalar algunos artículos que podrían tener alguna dimensión mínima de inconstitucionalidad, pero me parece que el núcleo central de la misma deriva de la imposición del Estatuto sobre la Constitución. Hay algún caso especialmente llamativo, cuando se dice en el artículo 14, segundo párrafo, que, en virtud del pacto político que supone, "no resultará de aplicación unilateral a Euskadi el artículo 155 de la Constitución". Curiosa interpretación de la jerarquía normativa que hubiera horrorizado a Kelsen y a cualquier aprendiz de jurista que estudiase primero de Derecho. Por fin, donde se ven las auténticas intenciones de los nacionalistas y su insaciable capacidad para crear problemas y evitar la tranquilidad social, está en el segundo párrafo del artículo 12, cuando se afirma que la aceptación de ese texto "no supone renuncia alguna de los derechos históricos del pueblo vasco, que podrán ser actualizados en cada momento en función de su propia voluntad democrática". Aquí, de nuevo, se infringe un viejo y solemne principio jurídico, el pacta sunt servanda. Ni siquiera están obligados por el pacto, y el Estado español ya sabe que incluso este texto puede también ser modificado unilateralmente, quedando a merced de esta voluntad insaciable de los nacionalistas que no respetan ninguna regla ni ningún principio. ¡Hasta cuándo van a abusar de nuestra paciencia y hasta cuándo van a seguir encontrando ingenuos que sigan defendiendo que tenemos que dialogar para satisfacerles!

Si no fuera por la tensión que crean, por el daño a la estabilidad que pueden crear y por la tentación de los enemigos de la democracia para destruir la Constitución utilizándoles como pretexto, sería para no tomarles en serio. Desgraciadamente, pueden desestabilizar mucho aun sabiendo que no pueden conseguir nada. La pregunta sin respuesta es ¿por qué lo hacen?

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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