Tribuna:

El voto de Julio Medem

La percepción social de la realidad en Euskal Herria está desde hace tiempo distorsionada y descompensada en favor del nacionalismo vasco. En ese sesgo perceptivo radica precisamente la fuerza de su hegemonía, en el sentido que dio Gramsci al fenómeno por el cual una doctrina determinada permea la capacidad de comprensión de una sociedad entera y, por ende, los términos en que ésta se explica a sí misma. En nuestro caso, la hegemonía social del paradigma nacionalista hace que cualquier intensidad de manifestación de lo vasco se considere moralmente justificada y disculpable, mientras que esa m...

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La percepción social de la realidad en Euskal Herria está desde hace tiempo distorsionada y descompensada en favor del nacionalismo vasco. En ese sesgo perceptivo radica precisamente la fuerza de su hegemonía, en el sentido que dio Gramsci al fenómeno por el cual una doctrina determinada permea la capacidad de comprensión de una sociedad entera y, por ende, los términos en que ésta se explica a sí misma. En nuestro caso, la hegemonía social del paradigma nacionalista hace que cualquier intensidad de manifestación de lo vasco se considere moralmente justificada y disculpable, mientras que esa misma intensidad, cuando proviene de los no nacionalistas (o del nacionalismo español) se perciba como cerrazón, imposición o abuso intolerable. Por injusto que ello resulte, esta falta de equilibrio en la percepción de la realidad es un hecho: Julio Medem es un perfecto ejemplo de ello.

Es legítimo denunciar acerbamente esta injusticia y señalar que la sociedad vasca es en buena medida una sociedad atemorizada a la búsqueda de coartadas para no enfrentarse a ETA, una sociedad que se apunta voluntariosamente a cualquier discurso bienpensante acerca del diálogo y la distensión como fórmula para conjurar su incertidumbre. Es legítimo, cómo no, pero es dudosamente práctico. ¿No sería más útil intentar ganarse el voto de esa parte de la sociedad modificando en lo que sea menester el propio discurso para adecuarlo a la distorsión perceptiva? La política no trata de lo que debería ser, sino que está reducida a trabajar con la "veritá effettuale della cosa", como decía Maquiavelo. Por eso, si el constitucionalismo pretende generar realmente una mayoría social alternativa a la nacionalista, la forma más segura para fracasar en ese intento podría ser espantar a fuerza de críticas al electorado que suele calificarse como equidistante. Es duro reconocerlo, pero en ciertos ámbitos se está generalizando un discurso de deslegitimación del nacionalismo vasco tan tosco e hiriente que no tiene nada que envidiar a algunas soflamas abertzales. Con la diferencia de que a éstos se les perdona el exceso, a aquéllos no. Y, sobre todo, que así sólo se consigue que Julio Medem vote a Ibarretxe.

Esta reflexión viene a cuento de la postura dialéctica que vayan a adoptar los partidos no nacionalistas ante el proyecto de soberanía asociada: ¿conviene discutirlo en su contenido concreto o es preferible quedarse en la impugnación apriorística del hecho mismo de su planteamiento, negándose a entrar en su detalle? Por lo visto hasta ahora, aquellos partidos parecen considerar que entrar a debatir el contenido del plan acarrea cierto grado de reconocimiento de su posibilidad y legitimidad, quizá hasta una concesión a la negociación. Y no se quiere dar al adversario esa baza. Con lo que se limitan a repetir hasta la saciedad que el plan es imposible constitucional y políticamente. Y que es inmoral plantearlo en la situación actual, con el terror de cuerpo presente. Afirmaciones ambas ciertamente válidas, y probablemente bien inspiradas tomando en consideración el tempo de los procesos políticos inmediatos, pero de escaso valor argumentativo ante gran parte de la sociedad vasca.

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El lehendakari ha dejado claro, por activa y pasiva, que la palanca con que pretende superar las dificultades jurídicas y políticas con que choca su proyecto consiste precisamente en la apelación a la sociedad misma, cultivando a este efecto un populismo simplista, emocional y plebiscitario. ¿Cómo no va a ser posible el futuro que el pueblo quiera, arguye incansable? Ante esta estrategia confesada, no parece suficiente responder que el plan es en sí mismo inviable. Ésa es una realidad política, pero no un argumento que permita sustentar una posición airosa ante el tribunal de la opinión pública en los tiempos actuales. Insistir en el solo argumento de la imposibilidad constitucional o económica (ésta última, además, muy discutible) es conceder al contrario la victoria ante la opinión bienpensante sin siquiera disputar el partido.

Parecida suerte corre el argumento de la indignidad del debate en una sociedad que se halla todavía bajo los efectos del terrorismo. Aunque moralmente inatacable, es prácticamente inoperativo cuando ese debate se ofrece precisamente como señuelo para acabar con el terrorismo.

Quizás harían mejor los partidos constitucionalistas en afrontar el debate sobre los contenidos del plan, tanto en el Parlamento como en la plaza pública. Deberían abandonar las descalificaciones zahirientes, hacer callar a los vociferantes madrileños, recuperar para el propio discurso las palabras buenas ahora secuestradas por el contrincante. Debatiendo el plan, aceptándolo como un futuro pensable, es como pueden mostrarse y demostrarse sus excesos, su falta de democracia, su sectarismo. Tratándolo como tabú ("es el plan de ETA") se corre el riesgo de convertirlo en un tótem para la opinión pública.

Debatiendo el plan es como se pueden revelar sus aristas y sus carencias, colocando así a sus autores en la necesidad de justificar y defender propuestas socialmente antipáticas por excluyentes. Por ejemplo, el etnicismo ridículo que manifiesta la visión de un pueblo vasco que camina desde los albores de la historia siempre idéntico a sí mismo. O el hecho de que el plan arroje por la borda un principio de precaución liberal tan obvio como el de que los poderes deben dividirse para evitar su abuso. O la circunstancia de que se prevea un sistema rígidamente unitario para un país en el que coexisten sentimientos nacionales distintos. O el absurdo de que pretenda aplicarse un sistema de democracia mayoritaria tipo Westminster a una sociedad no homogénea que, desde cualquier punto de vista que se mire, está clamando por una gobernación consensual. Se podría argumentar el dato empírico, que explicaba Lijphart después de un análisis histórico de los Países Bajos, de que las sociedades segmentadas y profundamente divididas no pueden basarse en la regla de la mayoría; sólo pueden optar entre ser democracias consociacionales o no ser democracias en absoluto. Todo esto, y muchos más argumentos, se podrían llevar a la sociedad a través del debate. Y quizás de esa forma se podría comenzar a ganar el disputado voto de Julio Medem.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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