Crítica:

No dejaré de dar la lata

En 1991, Philip Roth publicó este libro escrito durante la enfermedad y agonía de su padre con el deseo y la voluntad de no olvidarle. El libro es, pues, un testimonio y una crónica a la vez; un testimonio del encuentro real y personal del autor con la muerte y una crónica de la humillación de la vejez en la figura de su padre. Está escrito sin vergüenza, sin pudor, con la determinación de entender lo que no se puede entender y la convicción final de que ante el cuadro de crueldad que es el hecho de tener que morir y desaparecer no hay mayor respuesta que la de asumirlo hasta donde sea posible...

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En 1991, Philip Roth publicó este libro escrito durante la enfermedad y agonía de su padre con el deseo y la voluntad de no olvidarle. El libro es, pues, un testimonio y una crónica a la vez; un testimonio del encuentro real y personal del autor con la muerte y una crónica de la humillación de la vejez en la figura de su padre. Está escrito sin vergüenza, sin pudor, con la determinación de entender lo que no se puede entender y la convicción final de que ante el cuadro de crueldad que es el hecho de tener que morir y desaparecer no hay mayor respuesta que la de asumirlo hasta donde sea posible; y negarse al olvido como modo de convertir al recuerdo en el último aliento y la última vivencia de los muertos queridos.

PATRIMONIO

Philip Roth

Traducción de Ramón Buenaventura

Seix Barral. Barcelona, 2003

242 páginas. 17 euros

Más información

Aunque no lo parezca, este libro trata de Philip Roth antes que de Herman Roth, su padre. No es por ningún narcisismo de autor, entiéndase, sino por lo contrario: por pura coherencia de escritor. Hay un hecho que es la enfermedad del padre, que tiene 86 años, y un final previsible y cercano. La pérdida del padre no sólo abarca la ausencia de futuro, la desaparición de "el que va delante" sino también la de "el que veló por mí", de modo que a partir de ahora el hijo es ya el cabeza de fila. Y a punto de cruzar este punto sin retorno, se ve obligado a contemplar el deterioro, la descomposición de esa persona que lo precedió a la vez que se obliga necesariamente a aceptar que eso le sucederá a él un día. Y esto último conmueve profundamente al escritor que contempla la paulatina, dolorosa y humillante desaparición de su padre. Todo eso lo ve Roth con aprensión y afecto; el afecto viene dado por acumulación vivencial que provoca el sentido de la pérdida; la aprensión, por sí mismo.

El gran asunto de este libro es la Muerte y, unido a ella, el sentido de la relación padre-hijo. Todos los recuerdos que acuden a la mente de Philip están relacionados con la muerte o la pérdida; están relacionados directa o indirectamente y la muerte ejerce una función centrípeta sobre su memoria y sus emociones a lo largo de todo el relato. Un relato que se mueve como el modo de aferrarse a lo que queda de alguien que está condenado a desaparecer, donde el ritmo se ajusta a esa precariedad y la prosa se demora y toma el paso de la realidad mientras el tiempo mental, el del narrador, convoca los recuerdos tal y como la realidad lo conmueve. Pero si el libro trata de Philip Roth es porque la enfermedad, agonía y muerte de su padre pasan necesariamente por el filtro de su concepción del mundo, la que le pertenece por derecho propio, por conquista, y la que le pertenece por intermedio de su padre. La confluencia de estos dos cauces desemboca en el libro y la corriente que genera es, lógicamente, tan poderosa como la vida.

Y es que el libro es un home-

naje. Una vez que el yo de Philip Roth se encauza a partir del dolor y la pena, de un amago de muerte y de un mensaje de amor y de vida finalmente recibido y aceptado como lo que es y por cómo es el que lo da, emerge es la figura del padre. Bien surtido de manías, terco y responsable hasta el perfeccionismo, de ideas y honestidad fijas, se resume a sí mismo con una frase tan conmovedora como autoritaria: "Nunca dejaré de dar la lata y preocuparme. Así soy yo con las personas a quienes tengo cariño".

El libro, escrito con sobriedad y rigor ejemplares, que sólo se esponja cuando Roth habla de sí, atormentado por la dudas o superado por ciertos momentos concretos, abunda en escenas e imágenes dictadas por el paso del tiempo sobre la realidad -es decir, no elegidas ni ordenadas con la selectividad específica de la creación literaria-; cabe señalar, a título de ejemplo, el encuentro con el cerebro radiografiado de su padre, o el contraste entre los titubeos de Roth y la respuesta de su padre en el asunto de las disposiciones posoperatorias (un ejemplo absolutamente convincente acerca de cómo hay que ordenar y decir las cosas en una narración).

Herman Roth es un superviviente y como tal vive y muere; Philip Roth es un intelectual atormentado que trata de entender el mundo cuando la muerte pone a prueba su vida. En ambos hay una voluntad de ser expresada por vías y modos distintos y complementarios, lo que da coherencia final a la estremecedora belleza de esta crónica. Patrimonio es una deuda de amor y un acto de entendimiento. No se puede hacer más contra la Muerte.

El autor estadounidense Philip Roth.AP

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