Tribuna:

Los puntapiés de la UE

La cumbre de Cancún ha terminado en un fracaso y muchos políticos de países desarrollados han asegurado que los países pobres se están dando puntapiés en el propio trasero. Es muy posible que los países más pobres del mundo sean los más perjudicados por el fracaso de las negociaciones de la OMC, dado que son los más interesados en conseguir que ese foro multilateral siga vivo y quienes más prisa tienen para lograr acuerdos comerciales que les alivien de su miseria. Pero es un cinismo decir que se están dando patadas a sí mismos.

Las patadas las han recibido de otros, europeos, norteamer...

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La cumbre de Cancún ha terminado en un fracaso y muchos políticos de países desarrollados han asegurado que los países pobres se están dando puntapiés en el propio trasero. Es muy posible que los países más pobres del mundo sean los más perjudicados por el fracaso de las negociaciones de la OMC, dado que son los más interesados en conseguir que ese foro multilateral siga vivo y quienes más prisa tienen para lograr acuerdos comerciales que les alivien de su miseria. Pero es un cinismo decir que se están dando patadas a sí mismos.

Las patadas las han recibido de otros, europeos, norteamericanos y japoneses, que han demostrado en Cancún que son incapaces de cumplir con esos compromisos de disminuir las barreras agrícolas. Y si la OMC ha salido tocada de esta cumbre, quien se habrá dado una patada en su propio trasero será la Unión Europea, que defiende en todos los foros internacionales el multilateralismo y que, sin embargo, lo ha puesto en riesgo con una estrategia negociadora incomprensible. Estados Unidos puede tener dudas sobre el multilateralismo comercial, como lo tiene sobre la ONU o sobre el tratado de Kyoto, pero la UE no puede dejarse atrapar en ese pantano, por mucha presión que ejerzan sus empresas agrícolas.

En Cancún fue difícil comprender qué pretendían los europeos y su representante, el comisario Pascal Lamy, con su tortuosa y extraña gestión. Lamy deberá rendir cuentas en el Parlamento y quizás haya encontrado para entonces una explicación de por qué Europa llevó una oferta tan poco generosa en el capítulo agrícola, conjunta con Estados Unidos, y por qué, además, le mereció tanto la pena forzar la negociación en el capítulo "de Singapur".

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Fue el comisario europeo quien exigió que, en contrapartida por unos escuálidos avances agrícolas, los países en vías de desarrollo pagaran, inmediatamente y en especie, con una nueva ronda de globalización. Era una exigencia desproporcionada e imposible que encorajinó a los países en vías de desarrollo, dio la impresión de no buscar acuerdos sino imposiciones y colocó a la UE en una posición de dureza superior incluso a la norteamericana.

Lamy atribuyó después parte de la culpa en el fracaso al funcionamiento "medieval" y "poco articulado" de la OMC, incapaz, por lo que se ve, de apreciar sus sofisticadas maniobras y de darse cuenta de que en el último instante la UE podía cambiar de actitud. Es verdad que la OMC funciona con un sistema de veto de sus 146 miembros y que los mecanismos de negociación de los países más pobres no son muy brillantes, pero la UE era consciente de ello antes de viajar a México y Lamy es un negociador extraordinariamente experto. Resulta difícil creer que no se diera cuenta del riesgo que corría y de que no se podría hacer ningún avance mientras no se planteara sobre la mesa una oferta agrícola más generosa y equilibrada.

En el fondo, el éxito de la cumbre de Cancún, y como el de la ronda de Doha en su conjunto, dependía de algo simple. La convicción de que cambiar las reglas del comercio internacional para que no perjudiquen a los países más pobres o en vías de desarrollo no es un problema de izquierdas ni de derechas, ni de buenos o malos negociadores, ni de maniobras sofisticadas, ni tan siquiera de presiones de grupos de intereses. Es un problema de lo que es correcto frente a lo que está equivocado, de lo que es aceptable frente a lo que es inaceptable.

Es inaceptable que los productos agrícolas de los países más pobres tengan que pagar disparatadas tasas de aduana en los países más ricos, y está equivocado que una camisa fabricada en Bangladesh tenga más dificultades para entrar en el mercado francés que esa misma camisa fabricada en Holanda.

Los países ricos no fueron capaces en Cancún, ni tan siquiera, de enviar una señal de apoyo a los cuatro míseros países africanos que habían convertido sus reivindicaciones sobre el algodón en un símbolo. En lugar de encontrar un mecanismo eficaz que permitiera a esos países exportar su única materia prima, el segundo borrador se limitaba a reproducir un texto tan mezquino que merece ser conocido:

"Reconocemos la importancia del algodón para el desarrollo de esos países... Y encomendamos al presidente del comité que consulte con los grupos (...) las normas para abordar la repercusión de las distorsiones que existen en el comercio del algodón, las fibras artificiales, los textiles y el vestido para asegurar una consideración global del sector en su totalidad... Encomendamos al director general que consulte con organizaciones internacionales pertinentes para orientar la diversificación de las economías donde el algodón represente la parte principal del PIB".

Imposible pergeñar un texto más ambiguo, que exija más tiempo y que oculte mejor la realidad del comercio del algodón en un enjambre imposible de "fibras, vestidos y textiles".

Pese a todo, Cancún dejó dos novedades esperanzadoras que pueden señalar un cambio en la manera en que se han negociado hasta ahora los acuerdos comerciales. La primera, el cada vez más potente papel de algunas ONG humanitarias, las que no se alegraron por el fracaso de esta cumbre pero que son duras negociadoras y creen que todavía es posible recomponer los platos rotos antes de 2005. Son ONG que actúan como gabinetes de estudios, con abogados, economistas y expertos comerciales, al servicio de países incapaces por sí mismos de manejar complicados análisis. En México han empezado a despertar la furia de las empresas multinacionales de medio mundo, hasta hace poco las únicas capaces de llegar a una cumbre con un arsenal de presión semejante.

La segunda novedad ha sido la confirmación de que el Brasil del presidente Lula está dispuesto a asumir un papel de liderazgo en medio mundo, al frente del renovado Grupo de los 22. El ministro Celso Amorin lo dejó claro: "Somos un grupo de países en vías de desarrollo unidos no bajo una bandera política, sino por asuntos concretos. No hemos venido aquí a un debate ideológico, sino a tratar de un conjunto de temas que son de gran interés para nuestro país y también para una gran parte del mundo en desarrollo. Y hemos hecho propuestas serias".

La posición de Brasil es probablemente lo único que de verdad ha preocupado a los negociadores norteamericanos: dentro de pocas semanas arrancan en Miami las conversaciones para el famoso acuerdo de libre comercio de las Américas, que impulsa Estados Unidos, y en el que Brasil puede reclamar de nuevo un papel protagonista. Y si el G-22 sigue en pie, es posible que la OMC no esté tan muerta como algunos predicen.

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