Tribuna:

La democracia, contra la Constitución

Con inexorable y agorera puntualidad, los fantasmas de un deterioro irreversible de la arquitectura institucional y, en resumidas cuentas, de la convivencia en el País Vasco siguen presentándose en el punto y hora en que muchos ciudadanos desde hace tiempo los esperan, fatalmente resignados a que los Gobiernos de Vitoria y de Madrid sigan cabalgando cada cual a lomos de su propio tigre. Nadie que haya contemplado sin prejuicios las vicisitudes del encaje territorial desde aquella fecha remota en la que un pacto de legislatura entre los socialistas y los convergentes catalanes, en 1993, fue sal...

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Con inexorable y agorera puntualidad, los fantasmas de un deterioro irreversible de la arquitectura institucional y, en resumidas cuentas, de la convivencia en el País Vasco siguen presentándose en el punto y hora en que muchos ciudadanos desde hace tiempo los esperan, fatalmente resignados a que los Gobiernos de Vitoria y de Madrid sigan cabalgando cada cual a lomos de su propio tigre. Nadie que haya contemplado sin prejuicios las vicisitudes del encaje territorial desde aquella fecha remota en la que un pacto de legislatura entre los socialistas y los convergentes catalanes, en 1993, fue saludado por la oposición popular como prueba de que el país padecía "un Gobierno débil en manos de los nacionalistas", puede sorprenderse ahora de que nos encontremos cada vez más cerca de una opción, tan saducea como escalofriante, entre el aventurerismo seudolegalista de Ibarretxe y el rancio españoleo que se gasta José María Aznar, utilizando la Constitución del 78 como coartada.

Aprovechando que vivimos un tiempo triunfal para el regate en corto, el lehendakari y su partido han elaborado ocho borradores -uno de lo cuales acaba de ser filtrado a la prensa- en los que apoyar la iniciativa que presentarán en septiembre ante el Parlamento de Vitoria, dirigida a definir una libre asociación del País Vasco con España. Iniciativa sin posibilidad legal de prosperar, dado que los nacionalistas no disponen en la Cámara autonómica de la mayoría requerida para abordar los cambios propuestos; pero iniciativa de la que, no obstante, los nacionalistas pueden obtener sustanciosos réditos políticos, incluso en la más que probable hipótesis de su derrota. Para empezar, la fecha misma en la que se ha dado a conocer el documento juega en beneficio de las intenciones de Ibarretxe y su partido, con independencia de que el lehendakari haya consentido o no la filtración. Al exponer a los ciudadanos a largas semanas de maceración informativa, tanto las más enérgicas expresiones de indignación ante el proyecto como los más untuosos llamamientos a la serenidad servirán a un único e idéntico objetivo: el de habituarnos a debatir en la calle y en los medios sobre el concepto de libre asociación, de manera que cuando llegue al Parlamento de Vitoria no parezca sino el eco de una preocupación generalizada ante la que el legislador no puede ni debe guardar silencio. Así se empezó hace unos años con la idea de autodeterminación, que pasó de ser un tabú insoslayable durante los primeros años de la transición a convertirse en una expresión corriente en el discurso de todas las formaciones políticas, estén en contra o a favor.

El segundo rédito político que pueden obtener Ibarretxe y los nacionalistas no ya de la aprobación, sino del rechazo parlamentario de su plan, es inmediato, y tiene que ver con la previsibilidad del tono hiriente y abrasivo que el Gobierno de Madrid emplea en toda circunstancia para rechazar sus pretensiones, en este caso inadmisibles. Ante cualquier noticia de relevancia procedente de Ajuria Enea o de la dirección nacionalista -y la mera existencia de un documento como el que ahora se ha conocido lo es-, la única duda que cabe albergar acerca de la respuesta de José María Aznar y su Gobierno consiste en adivinar a quién se adjudicarán, y desde qué marco, los sucesivos sambenitos de irresponsable, perturbado, inmoral, fanático, insolvente, terrorista, amparador de criminales e incluso nazi, seguido siempre de una llamada ritual a la reflexión no porque en efecto se espere que nadie reflexione, sino porque así se solemniza el trasfondo de amenaza que pretende traslucir la cansina, ineluctable sarta de improperios en la que se ha convertido la política de los populares hacia el País Vasco. Con una escuela de verano como escenario, y adornando sus palabras con una meditabunda inclinación de cabeza que permite extraviar la mirada como si se entrevieran a lo lejos los elevados conceptos que desgranan parsimoniosamente los labios, Aznar le ha enviado a Ibarretxe el recado político que Ibarretxe esperaba para decir lo que se sabía de antemano que habría de decir: pero qué democracia es ésta que impide que los vascos y las vascas -siempre los vascos y las vascas, como una letanía- puedan decidir sobre su futuro.

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El hastío, y por qué no reconocerlo, la rabia ante la machacona recurrencia de este invariable guión político en el que los socialistas sólo alcanzan a aparecer de vez en cuando para decir que colaborarán si se les respeta, corre el riesgo de hacer que se pierda de vista la verdadera naturaleza del problema al que nos enfrentamos, y también las razones por las que no sólo hemos llegado hasta aquí, sino por las que podemos seguir dando pasos hacia la completa destrucción del proyecto político del 78. Por más que el lehendakari y los nacionalistas se esfuercen en disfrazarla, la naturaleza de la propuesta de libre asociación que tienen la intención de presentar en septiembre no es una reforma del Estatuto, ni su inviabilidad parlamentaria una prueba fehaciente de que se impide a los vascos y las vascas -por seguir utilizando la expresión tan del agrado de Ibarretxe- decidir democráticamente sobre su futuro. En realidad, la verdadera naturaleza de la iniciativa de libre asociación es otra; es una naturaleza de mucho más calado que la simple reforma de un Estatuto de autonomía, por lo demás perfectamente viable según qué contenido, qué mecanismo y qué circunstancias. Lo que el lehendakari está proponiendo con su borrador no es otra cosa que una reforma de la Constitución, y hasta aquí tampoco habría nada que objetar, salvo, una vez más, razones de oportunidad y procedimiento. Pero una reforma de la Constitución -y es en este punto preciso, y sólo en él, donde irrumpe la gravedad del problema en toda su crudeza- planteada de tal modo que se hurte a todos los ciudadanos, excepto a los del País Vasco, la posibilidad de pronunciarse sobre ella. Porque, ¿en virtud de qué razonamiento se arrogan el lehendakari y los nacionalistas el derecho de decidir qué artículos sobran y qué artículos faltan en un texto por el que se rigen las instituciones de otras 16 comunidades autónomas, además de varios millones de ciudadanos ajenos al País Vasco?

Lo que una mentalidad ultramontana como la de Aznar no alcanzó a comprender en sus años de oposición, pero tampo-co en los siete largos de gobierno, es que todo uso partidista del texto del 78, toda apropiación sectaria de las instituciones que emanan de él, se traduce de manera automática en alimento para las corrientes ideológicas que están en contra del sistema, y que en España han adoptado, entre otras, la forma del independentismo. La preocupación por el cariz que están adquiriendo los últimos acontecimientos en el País Vasco ha hecho comprender, por fin, a muchos ciudadanos que ha sido un error tratar al Gobierno de Ajuria Enea como si fuese una anomalía, un injerto espurio incrustado en nuestro sistema institucional, y no una de sus partes sustantivas, a la que no se puede despreciar ni descalificar con la soberbia con la que lo vienen haciendo Aznar y sus correligionarios. Pero esto es sólo el signo visible de una infausta labor de gobierno cuyo efecto devastador ha sido más amplio, puesto que ha ido alcanzando, como en una espiral cada vez más insolente, mas sin complejos, a todas las esferas del Estado. Desde los órganos rectores de la justicia al Parlamento, pasando por la fiscalía, los medios públicos de comunicación y hasta las Fuerzas Armadas -a las que se envía a colaborar en una ocupación tras sortear con argucias los trámites parlamentarios previstos para adoptar una decisión de semejante envergadura-, José María Aznar ha logrado hacer cada vez más suyas las instituciones de la Constitución, sólo que al inmenso coste de que sean cada vez menos las de todos.

Pero qué democracia es ésta, se ha preguntado Ibarretxe al recibir la desabrida aunque previsible respuesta de Aznar a la aventura seudolegalista que pretende emprender a finales de septiembre. La fatalidad que se empieza a abatir sobre nuestro país es que cada vez son menos los ciudadanos que podrían responderle al lehendakari lo que se le debería responder sin reservas de ninguna especie: ésta es la democracia de la Constitución de 1978 y del Estatuto de Gernika. Y cada vez son menos porque, de resultas de la mentalidad ultramontana de Aznar, de su rampante sectarismo, crece el número de quienes no siendo vascos ni vascas se sienten expulsados de las instituciones, y crece el número de quienes, prefiriendo la ciudadanía a la nación, a cualquier nación, observan con progresivo desasosiego que las instituciones ciudadanas, sus instituciones, se pueblan de símbolos grandilocuentes y lenguas de vocación neoimperial, y crece el número de quienes, en definitiva, ven el estado actual del proyecto político del 78 como una sarcástica caricatura de lo que debería ser y de lo que sin duda fue en un pasado no tan distante. Un pasado en el que nadie, absolutamente nadie, salvo los terroristas, sucumbía al desatino de levantar la bandera de la democracia en contra de la Constitución.

José María Ridao es diplomático.

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