Columna

Voluntad nacional

Hice la mili en un cuartel lleno de coroneles. Los soldados allí éramos pocos, y por eso resultaba divertido ver cómo los coroneles nos rogaban, como niños, que les diéramos el bocadillo más grande en las instructivas salidas al campo, donde los altos mandos hacían prácticas, y donde yo solía ir al cargo de un gran cesto de viandas y bebidas. Luego, en Madrid, mi tarea consistía en pasar a máquina los temas de estrategia, táctica y logística que aquellos coroneles tenían que estudiar para aspirar al generalato.

Los profesores también eran coroneles, y alguno se iba por los cerros de Chi...

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Hice la mili en un cuartel lleno de coroneles. Los soldados allí éramos pocos, y por eso resultaba divertido ver cómo los coroneles nos rogaban, como niños, que les diéramos el bocadillo más grande en las instructivas salidas al campo, donde los altos mandos hacían prácticas, y donde yo solía ir al cargo de un gran cesto de viandas y bebidas. Luego, en Madrid, mi tarea consistía en pasar a máquina los temas de estrategia, táctica y logística que aquellos coroneles tenían que estudiar para aspirar al generalato.

Los profesores también eran coroneles, y alguno se iba por los cerros de Chile en sus escritos, que yo mecanografiaba con gran expectación. Esto sucedía en 1980, en tiempos de la feroz dictadura militar argentina, también de la uruguaya, de la brasileña, de la boliviana, de la paraguaya y de la muy infame satrapía de Pinochet. Era también el tiempo de las vísperas del golpe de estado del 23-F, un suceso fácilmente predecible a poco que uno observara los periódicos que circulaban por las salas de banderas, y las conversaciones que acerca del Rey o de Adolfo Suárez pillábamos al vuelo en pasillos y despachos.

El ejército español actual no se parece en nada, por fortuna, al de aquellos tiempos de confusión e insurgencia. Tiempos en los que circulaba por los cuarteles una doctrina política muy peligrosa, que aunque importada del cono Sur, hunde sus raíces antidemocráticas en Hitler y en Stalin. La tesis es ésta: hay una voluntad popular -la que, en su caso, establecen las urnas- pero por encima de ella está la voluntad nacional, que es la que determina el curso de la historia. La voluntad mesiánica que apela al pueblo y no a los ciudadanos libres. Y esa voluntad nacional es la que pretendió justificar Auschwitz y el Gulag; la misma que quiso amparar los grandes crímenes de las dictaduras iberoamericanas de uno y otro signo. Es, también, la misma tesis que subyace en el lúgubre discurso de la etnia. Videla, Castro y el terror tribal, aunque diferentes, comparten el mismo odio a la libertad. Luego unos dicen ser responsables ante Dios, otros ante la raza y otros ante la historia.

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