Reportaje:MUJERES

Moldavia, cantera del tráfico de prostitutas

La antigua república soviética de Moldavia se ha convertido en el asilo de pobres de Europa y en importante base de avituallamiento del tráfico internacional de mujeres. Diez mil moldavas son obligadas a trabajar como prostitutas en todo el mundo, víctimas del sueño roto de lograr una vida mejor.

Liuba Bivol [los nombres de las víctimas que aparecen en este artículo han sido modificados por la redacción] lleva cinco años casada, tiene dos hijos y ha vuelto a vivir con su madre. Sale por la mañana a trabajar y regresa por la noche a la casa familiar de paredes de adobe. Sólo tiene 18 año...

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La antigua república soviética de Moldavia se ha convertido en el asilo de pobres de Europa y en importante base de avituallamiento del tráfico internacional de mujeres. Diez mil moldavas son obligadas a trabajar como prostitutas en todo el mundo, víctimas del sueño roto de lograr una vida mejor.

Liuba Bivol [los nombres de las víctimas que aparecen en este artículo han sido modificados por la redacción] lleva cinco años casada, tiene dos hijos y ha vuelto a vivir con su madre. Sale por la mañana a trabajar y regresa por la noche a la casa familiar de paredes de adobe. Sólo tiene 18 años, pero en ese tiempo ha sufrido más que mucha gente a lo largo de toda una vida; eso sí, confía en haber dejado atrás lo peor.

Ahora, Liuba necesita dinero para su nueva vida en libertad. Se gana la vida criando cerdos por los que pagan 90 euros, casi la mitad de un sueldo anual
Las víctimas que regresan al pueblo componen un cuadro pavoroso: quince- añeras emperifolladas que no son capaces de dar nombre a lo que han vivido
Liuba fue violada a los 12 años por vecinos; se casó y tuvo el primer hijo a los 13. A los 14, el marido acabó en la cárcel, y así ella se convirtió en la víctima perfecta
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Hasta hace dos años, Liuba Bivol era prostituta en contra de su voluntad. Una más de las 10.000 que han ido a parar a manos de los traficantes de seres humanos huyendo de la miseria que impera en Moldavia. Es una mujer del campo, rubia, de ojos azules y vigorosa. Ahora cría cerdos en Costesti, en las lindes meridionales de la extinta Unión Soviética, bestias de color marrón pálido con el pellejo moteado y traviesos lechones. Cuando pesan dos quintales dan 90 euros por ellos, casi la mitad del sueldo de un año en el rincón más paupérrimo de Europa. Liuba necesita el dinero para su nueva vida en libertad. Para una vida en la que por fin es ella quien decide lo que quiere hacer, sin nadie que la obligue a ir a mendigar por el día y a pasar la noche con media docena de clientes.

Mientras Liuba contempla insensible cómo su hijo mayor marcha en dirección a la pocilga con la oreja llena de arañazos con costras de sangre y el más pequeño deja al aire sus irritados genitales mientras juega en el jardín delantero de la casa, la bibliotecaria del pueblo habla de los riesgos que entraña el desamparo social: Elena Mereacre, con rostro recio de campesina y el pelo peinado en un combativo tupé, se ha convertido en una nueva madre para Liuba y, al mismo tiempo, es algo así como el ángel de la guarda honorífico de Costesti.

Dirección de referencia

Si no existiera Elena y si tampoco existiera desde hace tres años la asociación Compasión, fundada por ella, probablemente nunca habría salido a la luz el modo en que Costesti, un pueblo situado en el corazón de la Besarabia, ha llegado a convertirse en una de las direcciones de referencia dentro del negocio internacional de la prostitución. "Fue muy sencillo", comenta Elena, la bibliotecaria, "a partir del año 2000, cada vez nos llegaban noticias de más niños que dejaban de ir a la escuela. Empezamos a visitar familias sumidas en la indigencia y de repente nos dimos cuenta de que en casi todas ellas faltaba un hijo; además, casi siempre era una chica y casi siempre nos contaban lo mismo: 'Se ha ido con los gitanos'. Así es como nos dimos cuenta de que estaban vendiendo a nuestras hijas poco a poco".

Cuanto más se inmiscuía en la vida de su prójimo, más profundos eran los abismos que se abrían ante los ojos de Elena, la bibliotecaria de Costesti. Borracheras en la casa paterna, violaciones a manos de familiares o vecinos, menores de edad ultrajados que en su desesperación salían corriendo a la comisaría de la calle principal y allí eran obligados de nuevo a lo mismo de lo que huían: sexo. Pero había algo que destacaba por encima de todo: la venta de muchachas jóvenes en el extranjero.

Las fotos que Elena toma desde entonces en su casa con una cámara digital muestran a las víctimas que regresan al pueblo y componen un cuadro realmente pavoroso: quinceañeras emperifolladas que no son capaces de dar nombre a lo que han vivido, chicas que han sufrido abusos y que a su vez engendran hijos no deseados, mujeres jóvenes que han sido arrastradas a viajes descabellados por toda Europa.

En este momento, el círculo de la bibliotecaria comprende a 40 jóvenes del pueblo, pero, como ella misma comenta, el número real de afectadas es mucho mayor. Elena agrupa cuidadosamente a las víctimas a su alrededor, las escucha y levanta un muro protector de confianza en torno a sus almas ultrajadas. Así ha llegado a saber qué es lo que le sucedió a Liuba.

Perdió a su padre muy pronto. A los 12 años fue violada en la casa familiar por vecinos del pueblo, se casó a los 13 años, y después llegó el primer hijo. Cuando el marido de Liuba acabó en la cárcel, tenía 14 años y era la víctima perfecta. Unos familiares del pueblo hablaron con ella y la pusieron en contacto con una pareja de gitanos de la ciudad rusa de San Petersburgo. Liuba creyó que allí ganaría dinero como muchacha de servicio. Accedió y acto seguido se encontró viviendo en una casa de tres habitaciones detrás del Nevski-Prospekt con otras dos madres de familia que se veían obligadas a prostituirse, sus tres niños, un tullido al que mandaban a mendigar y sus propietarios, Marcel y Veronika.

Liuba no ha recortado a sus dos martirizadores de las únicas fotos que tiene de aquella época y que nos muestran a Marcel como un hombre grueso, de tez oscura, en torno a los 40 años de edad, y a su mujer, con un vestido y un chal blanco, durante una comida en la vivienda en la que dejaron tomar parte de manera excepcional a las tres mujeres forzadas a ejercer la prostitución. Porque era domingo de Pascua, comenta Liuba.

Lo normal es que tuviera que salir a mendigar con su hijo durante el día y trajera diariamente a casa hasta 100 dólares desde el lujoso bulevar de San Petersburgo. Luego, por la noche, se veía obligada a estar a disposición de los clientes de sus amos a pesar de encontrarse en avanzado estado de gestación. Cuando por fin logró huir y llegar a casa, su madre le dijo que ya no contaba con ella, que los gitanos residentes en la localidad le habían hecho llegar la noticia de que Liuba estaba muerta.

Costesti es el pueblo más grande del corazón de la antigua Besarabia, esa tierra fértil, famosa por su vino y su fruta, situada entre el Dniéster y el Pruth. En estos momentos, por lo menos medio millón de los 4,3 millones de moldavos reside en el extranjero. Las cifras oficiosas de parados de la región llegan al 70%; las transferencias de dinero que hacen los emigrantes superan la mitad del producto interior bruto (PIB).

Los estragos de la miseria creciente dan lugar a la aparición de familias vulnerables, como acostumbran a decir los trabajadores sociales de la capital, Kishinev, y el grueso de las víctimas del tráfico global de mujeres procede precisamente de esas familias vulnerables. En este momento se calcula que hasta un 80% de las prostitutas en activo en miles de burdeles del sureste de Europa son moldavas.

Por término medio, cada día una prostituta moldava vuelve del extranjero. De acuerdo con la información facilitada por la organización de emigrantes IOM, la inmensa mayoría regresa de nuevo a la patria desde las repúblicas de la antigua Yugoslavia. "Hasta ahora, ninguna de ellas ha llegado sana", comenta la directora de IOM en Kishinev, Liuba Revenko. En un mapa que tiene en su oficina aparecen, marcados con alfileres de colores, los lugares de origen de las mujeres vendidas o raptadas. El rojo significa más de 20 víctimas en una misma localidad. En puntos concretos situados al sur de la república, pero también al este de la capital, las cabezas de los alfileres están tan apiñadas que el efecto final se asemeja a un delgado reguero de sangre.

En el comercio con mujeres, nada se deja al azar. Muchas veces, los intermediarios conocedores del lugar, al que la mitad de las víctimas califica de familiar, amigo o conocido, pertenecen a minorías étnicas, sobre todo gitanos o de origen turco o albanés. Están en contacto con paisanos residentes en las zonas de destino y conocen los deseos de los clientes. "El tamaño del pecho, el color de ojos y la alineación de los dientes son características que cotizan", explica el teniente de policía Ion Bejan; dependiendo de su físico, las chicas moldavas alcanzan precios que oscilan "entre 1.500 y 5.000 dólares" en los mercados de carne de los Balcanes. Los árabes prefieren las rubias; las vírgenes son las que más alto cotizan en Turquía.

El teniente Bejan está sentado en su despacho de la calle Felicidad de Kishinev, la capital. Desde allí dirige la unidad especial encargada de la lucha contra el tráfico de seres humanos, conocida popularmente como la policía

moral.

Guapas e inocentes

Trabaja junto a 26 colegas, "pero sin dinero, sin gasolina y sin tecnología". Es cierto que de vez en cuando las organizaciones de ayuda internacional les donan a él y a sus hombres teléfonos móviles y cámaras digitales, y les explican también cómo manejar estos aparatos. Pero frente al amplio equipamiento con que cuenta la mafia de traficantes de seres humanos, los policías moldavos, miserablemente pagados, no tienen nada que hacer. El teniente Bejan comenta que hasta hace poco el comercio con personas era un delito desconocido en su país. En realidad es casi un milagro, porque "las moldavas son muy guapas e inocentes, y no saben hablar ningún idioma extranjero".

Por eso la organización humanitaria La Strada apuesta por la prevención dando conferencias en las escuelas y abordando directamente a los grupos de riesgo. Se trata de conseguir, con ayuda de "técnicas interactivas", que el proletariado agrario poscomunista termine comprendiendo que casi siempre el sueño de una vida mejor termina para una moldava con una caída en el fango.

Desde que en el verano de 2001 y al amparo del artículo 133, párrafo 3, el comercio con seres humanos se incluyó en el Código Penal moldavo, las cosas se van poniendo lentamente en marcha. Por el momento ya se han dictado dos condenas y cientos de casos están a la espera de juicio. El convencimiento, muy difundido entre la población, de que los funcionarios moldavos contribuyen a impulsar el comercio con las más bellas hijas del país aún persiste, y cada vez es mayor la indignación que despierta este tipo de negocio.

En las calles de Kishinev se pueden ver unos carteles que muestran una mano llena de dólares y una mujer desvalida; su objetivo es alertar a las moldavas para que no permitan que las vendan como una mercancía más. También circulan cómics de gran tirada en los que aparecen hombres vestidos de uniforme frente al bar Kosovo, en cuyo interior espera una muchacha angustiada. "Tus clientes", dice el jefe del burdel en el cómic. Y a continuación entra un soldado con los pantalones del uniforme bajados, dispuesto a pasar a la acción.

Es difícil determinar el grado de dispersión actual de las trabajadoras del sexo moldavas. En tan sólo 21 meses, el teléfono de emergencia de La Strada ha recibido un total de 6.000 llamadas. Últimamente se acumulan las llamadas procedentes del ámbito árabe, la mayoría de las veces hechas desde los móviles de los clientes mientras éstos duermen o están borrachos.

El número de teléfono de La Strada está considerado como un auténtico tesoro entre las mujeres raptadas. Cuando llega una llamada de socorro, trabajadores que han recibido una formación especial se esfuerzan por preguntar de tal modo que las mujeres que no saben en qué lugar se encuentran y están bajo vigilancia se vean obligadas a hablar lo menos posible. "¿Hay una ventana en la habitación?", "¿ves iglesias, mezquitas?", "¿hace calor en el exterior?", "¿puedes leer alguna inscripción?, ¿qué clase de letras tiene?". La confinada puede considerarse realmente afortunada si al final consigue traspasar el cerco con éxito y logra escapar de su encierro con ayuda de las autoridades locales. De vuelta en Moldavia, casi todas pasan por el centro de rehabilitación del hospital central de Kishinev, en el barrio del jardín botánico. Se ha alquilado una planta entera del edificio para destinarla al tratamiento de las prostitutas que han regresado al país. La sección, dotada de 16 camas, alberga en este momento a 38 mujeres. El 1 de julio se inauguró la denominada ala infantil, para menores y mujeres que regresan con recién nacidos.

Veinticinco minutos de trayecto en coche separan a Kishinev de Costesti. En cuanto las chicas salen de la clínica, regresan de nuevo a ese pueblo cuyo más imperioso deseo era dejar atrás, y entonces necesitan ayuda, la ayuda de Liuba, la criadora de cerdos, y de Elena, la bibliotecaria. Ése es el caso, por ejemplo, de Tamara, de 16 años de edad y última en entrar en el grupo Compasión, que, sentada en lo alto de una colina en la granja de sus padres, con las cejas minuciosamente depiladas y las uñas de los pies pintadas con reflejos nacarados, parece un poco fuera de lugar rodeada de polluelos de color amarillo huevo y gallinas que no paran de picotear. Dice que en su exilio en Tarnopol, Ucrania, veía mucho la televisión y vendía ropa de vez en cuando. "Durante el día vendía ropa para los gitanos que se la habían llevado de aquí, y después sexo", dice la asistenta social, que se ha quedado esperando en la puerta del huerto. "Naturalmente, ni puede ni quiere hablar de ello. Tenía sólo 15 años".

Con la recuperación de la cría de cerdos y de los talleres de costura, las fuentes de ingresos de la era comunista, la bibliotecaria Elena quiere cimentar una buena base para que sus protegidas tengan una segunda oportunidad. Quiere formar una célula de resistencia contra la atmósfera de indiferencia, violencia y borrachera que envuelve al pueblo entero. Porque en Costesti, ese lugar donde las almas muertas están confinadas detrás de vallas de madera y hierro que discurren a lo largo de interminables caminos de arena, rodeadas de gansos, burros y perros, entre pozos de garrucha e iconos, donde la sociedad civil ha fallecido de muerte pintoresca e incluso los pocos valientes que quedan hablan de un "pueblo de monstruos", en este Costesti, lo único que cuenta es lo que da dinero.

"¿Qué otra cosa pueden hacer nuestros hombres aquí?", dice el alcalde: "Trafican con drogas, armas, mujeres. Lo más fácil son las mujeres, y también lo menos peligroso".

Y el jefe del puesto de policía, que exhibe unos antebrazos que sobresalen como si fueran muslos por las mangas cortas de una camisa a cuadros, comenta: "Todavía no se ha dado el caso de ninguna mujer a la que la hayan obligado a hacerlo. Se las pagaba, así que la cosa no podía ser tan mala".

En Costesti, en pleno corazón de la Besarabia, donde el alcalde y el jefe de policía ejercen su cargo en el mismo edificio, donde la separación de los poderes públicos municipales consiste en que el alcalde no lleva armas y el jefe del puesto de policía no es elegido por los vecinos, en un pueblo como éste, va a ser realmente difícil conseguir nada a base de prevenir situaciones críticas y apelando a la ley y al orden.

Tractor llovido del cielo

Sin embargo, Liuba, la criadora de cerdos y asistente de Compasión, sabe que no puede permitirse el más mínimo momento de desánimo. No cabe duda de que hay cosas que no son como deberían. Por poner un ejemplo, si cayera del cielo un tractor con reja de arado y todo, podría sustentar 30 cerdos con una hectárea de terreno, en lugar de los cinco actuales. Y si además cayera un hombre del cielo, no el suyo, que está en la cárcel, sino uno nuevo, también se simplificarían muchas otras cosas. Pero parece que ha terminado por descartar semejante cosa: "El amor", proclama esta joven rubia, "es algo en lo que no he pensado nunca. Odio a los hombres". Aunque no quiere que se interprete esto como una queja, nos dice Liuba Bivol, de 18 años de edad, natural de Costesti y residente en Costesti, un pueblo situado en los confines del sureste europeo. Una mujer que no le pide nada a la vida y que además es capaz de explicar por qué: "Desear no sirve de nada".

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