Tribuna:

El retorno de la democracia militante

"Guizot creía tenerlo todo cuando tenía la mayoría legal, pero ignoraba que no se tiene nada cuando está enfrente

la opinión pública".

Robert Peel (comentario

a la caída de Luis Felipe

de Francia).

En la sesión del Congreso de los Diputados del 25 de junio de 1878, Cánovas del Castillo finalizaba su intervención en el debate sobre los ingresos del Estado diciendo: "Sobre todos nosotros está... la opinión pública". Qué poco imaginaba que en el 2003, otro conservador correligionario suyo iba a olvidar esa sabia constatación, con ocasión de una guerra org...

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"Guizot creía tenerlo todo cuando tenía la mayoría legal, pero ignoraba que no se tiene nada cuando está enfrente

la opinión pública".

Robert Peel (comentario

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a la caída de Luis Felipe

de Francia).

En la sesión del Congreso de los Diputados del 25 de junio de 1878, Cánovas del Castillo finalizaba su intervención en el debate sobre los ingresos del Estado diciendo: "Sobre todos nosotros está... la opinión pública". Qué poco imaginaba que en el 2003, otro conservador correligionario suyo iba a olvidar esa sabia constatación, con ocasión de una guerra organizada por un lejano país.

El camino que llevó al presidente del Gobierno a promover la guerra contra Irak tuvo todos los ingredientes de una conducta autoritaria. Sin consultar con el Parlamento, sin consultar con su propio partido, José María Aznar había decidido apoyar a Bush, y lo había ocultado a la opinión pública. Una opinión pública masiva, activa y frontalmente contraria a la guerra. Una opinión pública que el presidente simplemente despreció, haciendo ostensible un estilo de gobierno bonapartista.

La opción del presidente del Gobierno ha sido una regresión verdaderamente "revolucionaria" -valga la paradoja- en cuanto asume y acepta una terrible doctrina político-militar de EE UU -el ataque preventivo- con el pretexto de luchar contra el terrorismo. Ha producido consecuencias políticas de extraordinario alcance. Ha devaluado las reglas democráticas en la mente de los ciudadanos, siendo sustituidas por una elección entre la vida o la muerte, entre "estás conmigo o estás contra mí". Ha hecho inútil el control sobre las decisiones del Gobierno español, ya que éste carece (lógicamente) de representación en el proceso de toma de decisiones de EE UU. Ha lesionado la libertad, como toda guerra, al legitimar una opción jerárquica, autoritaria y secreta. Y no ha aumentado un gramo la seguridad mundial, como los atentados de Riad y Casablanca han mostrado inmediata y brutalmente.

De estos devastadores efectos ha sido consciente una opinión pública que, además, se ha movilizado, no sólo contra la guerra, sino a favor de otros valores.

Algo más que una decisión militar -supuestamente adoptada para "imponer" la libertad en Irak- ha estado en juego. Ha estado y está en juego un sentido de la democracia. Como acaba de señalar lúcidamente Jürgen Habermas, el universalismo que reside en el corazón de la democracia y de los derechos humanos es precisamente lo que impide que se puedan imponer unilateralmente. La exigencia universalista de validez que Occidente atribuye a sus valores políticos fundamentales no debe nunca ser confundida con la pretensión imperialista de hacer que una cultura y una forma de vida determinada se conviertan en ejemplares o deban ser imitadas por todas las sociedades.

Así que la crisis de Irak ha resucitado lo que parecía superado como problema: la cuestión de la democracia, la necesidad de defenderla y hacerla crecer para evitar su involución. No es un terreno conquistado para siempre, sino un valor cultural de la convivencia y una forma de gobierno a cuidar, a proteger, a ampliar, en las condiciones de hoy.

La Revolución Francesa introdujo la democracia en la agenda de la historia moderna con pretensiones universales, vinculada estrechamente a su otra cara de la moneda: la ciudadanía, estatus que garantiza unos derechos cívicos básicos y que acaba con la sumisión al poder.

Dos siglos después, el mundo del siglo XXI es definitivamente global, pero su sociedad es plural y no puede ser gobernada como si sólo existiese el Estado frente al individuo. El ciudadano de hoy es muy diferente del de hace doscientos años. Posee una capacidad de información y valoración mucho mayor, está organizado en asociaciones de enorme magnitud, que vertebran la sociedad poderosamente. Las estructuras políticas son, por esa razón, percibidas como insuficientemente representativas por los ciudadanos. La sociedad reivindica formar parte del proceso democrático; en el nivel nacional, pero también en el supranacional, desde que cuestiones como la gestión monetaria, los problemas medioambientales, la seguridad o la comunicación escapan al control del Estado-nación.

Esa sociedad civil global y pluralista pide canales políticos e institucionales más abiertos. La democracia representativa necesita ser complementada con lo que el mencionado Habermas, Cohen y otros llaman democracia deliberativa, o sea, aquella que concede una igual y efectiva oportunidad de participar en el proceso de formación de la voluntad política. La deliberación no puede ser dejada sólo a las élites, sino ampliarse a las asociaciones que son la base de la sociedad. En esto consiste el radicalismo del ideal democrático. El ciudadano-votante deviene ciudadano-participante en el desarrollo de la moral civil y laica, vital para formar una opinión pública crítica.

Ésa es la línea ideológico-política que debe dar vida al socialismo del presente y del futuro. Es una posición ideológica, pero es también nítidamente política, es decir, tiene que aplicarse en la España y la Europa de hoy, como alternativa a la teoría y la práctica de gobierno de la derecha, que ha paralizado y anquilosado cualquier desarrollo democrático, con lo cual ha hipotecado el progreso social y económico.

La democracia deliberativa y participativa del siglo XXI va a requerir determinadas condiciones sociales (democracia en la sociedad, en la empresa o en la familia), culturales (formas de pensamiento no dogmático o único) económicas (control ético de las corporaciones), y, especialmente, políticas (seguridad frente a amenazas militares, terroristas y otras fuentes de violencia; libertad de expresión y derecho a la información veraz; sistemas electorales más abiertos a las opiniones ciudadanas; mecanismos de comunicación que impulsen el debate, etcétera). En esa reflexión hay que inscribir las recientes propuestas del Partido Socialista sobre la televisión pública para democratizarla, sobre las campañas electorales para obligar a debates entre los candidatos, sobre el Congreso para que sus deliberaciones sean ágiles y cercanas a lo que interesa a la gente y permita controlar realmente al Gobierno, para que un Gobierno no pueda promover o participar en una guerra contra la Carta de Naciones Unidas y sin la voluntad del Parlamento. En esa línea está también la propuesta socialista de que los ciudadanos puedan controlar día a día la ejecución de los presupuestos generales, o participar directamente en la formación de los presupuestos municipales, o ir al Parlamento para exponer sus peticiones. Unido a ello va la transparencia de todo el funcionamiento de las administraciones públicas y la apuesta por una potenciación de la Administración local, la más cercana.

Hay, además, una reflexión sobre la educación cívica en las escuelas que hay que destacar. En la democracia, la gente, individual o colectivamente, debe tener una permanente posibilidad de contestar lo que el Gobierno decide. Eso requiere ciudadanos activos, informados y cultos, y derechos que lo hagan posible. Un fin primordial de los poderes públicos ha de ser fortalecer las virtudes cívicas a través de la educación. En el corazón de la educación están la cultura, la música, el cine, los entretenimientos, con los que los ciudadanos están en contacto desde su juventud. El arte es un vehículo esencial de la educación. Una democracia tiene la mayor necesidad de lo que Schiller denominó la "educación estética del ser humano"; o sea, la antítesis de la colonización de la comunicación por el sectario y degradado discurso mediático de la televisión de partido que sufrimos cotidianamente.

En el fondo de la propuesta progresista de impulso o regeneración democrática late un cambio cultural profundamente modernizador e igualitario, que se expresa, por ejemplo, a través de la democracia paritaria que iguala la presencia de hombres y mujeres en la vida pública, o de la integración de los inmigrantes mediante el disfrute de los derechos políticos, o la no discriminación por la orientación sexual.

Hay en lo anterior un horizonte de trascendental renovación política e ideológica de la izquierda. La socialdemocracia, cuyas diferencias con el neoliberalismo, y cuyas raíces culturales estatistas y de clase son conocidas, debe transformarse en una dirección que admita y potencie la intervención autónoma de la sociedad articulada en grupos, hasta la esfera política. La socialdemocracia tiene que seguir evolucionando desde una política basada en la clase a una política basada en el concepto más inclusivo de ciudadanía, compatible con las señas de identidad de la izquierda: su compromiso con la cultura de la igualdad (de oportunidades y de derechos) y la justicia.

Uno de los grandes objetivos estratégicos del socialismo, como eje de la izquierda y de los progresistas, es dirigir el cambio social de comienzos del siglo XXI mediante el discurso y la política de los derechos sociales (trabajo estable, educación ampliada a lo largo de la vida profesional, pensiones, sanidad pública eficaz, servicios públicos esenciales, compatibilidad entre trabajo y familia, derechos de los grupos vulnerables, derechos de los niños, derechos a la integridad moral de la mujer frente a los malos tratos y frente a la discriminación, seguridad ciudadana de proximidad, renta mínima de inserción). Se trata de garantizar jurídica y económicamente el disfrute de tales derechos sociales, al nivel de protección de los viejos derechos civiles.

El otro pilar estratégico de la socialdemocracia -y es verdaderamente una gran cuestión- está en una política económica y fiscal de dimensión europea, único modo de asegurar su carácter progresista y solidario, y con un crecimiento sostenible desde un punto de vista medioambiental.

Para todo ello hace falta desarrollar un concepto fuerte de ciudadanía. Para que los derechos sociales, económicos y de cuarta generación sean el baluarte de los derechos civiles -y viceversa- es necesario construir una democracia deliberativa y participativa. Ése es el avance cualitativo que debe dar la democracia constitucional representativa. Habrá así un muro de contención contra cualquier amenaza a lo que es el núcleo o esencia de toda democracia: la seguridad de que las voces de todos y todas van a ser escuchadas.

Diego López Garrido es diputado y miembro de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE.

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