Editorial:

Reconstruir consensos

La guerra de Irak ha roto tres consensos básicos: en España, sobre la política exterior; en el seno de la Unión Europea; y entre una buena parte de Europa y EE UU. Como ha recordado el secretario general de la ONU, Kofi Annan, la guerra de Irak ha dividido al mundo como ninguna otra cuestión desde la guerra fría. Cuando el conflicto, al menos en esta fase, toca a su fin, es tan urgente como difícil reconstruir estos consensos. Se requerirá primero restablecer las perdidas confianzas mutuas. La recomposición deberá ir a la par en los tres niveles: el nacional, el europeo y el transatlántico....

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La guerra de Irak ha roto tres consensos básicos: en España, sobre la política exterior; en el seno de la Unión Europea; y entre una buena parte de Europa y EE UU. Como ha recordado el secretario general de la ONU, Kofi Annan, la guerra de Irak ha dividido al mundo como ninguna otra cuestión desde la guerra fría. Cuando el conflicto, al menos en esta fase, toca a su fin, es tan urgente como difícil reconstruir estos consensos. Se requerirá primero restablecer las perdidas confianzas mutuas. La recomposición deberá ir a la par en los tres niveles: el nacional, el europeo y el transatlántico.

La guerra, tras el 11-S, ha puesto de manifiesto que han desaparecido las bases sobre las que se había establecido la relación estratégica entre EE UU y Europa durante la guerra fría. La Alianza Atlántica ha quedado maltrecha, aunque como macro-organización la OTAN se mantenga. Las relaciones transatlánticas demandan una refundación, pues Europa y EE UU, con unas economías entrelazadas y muchos valores compartidos, deben ser aliados y socios.

De una forma inmediata, los requisitos mínimos para tender puentes sobre el Atlántico son los mismos que demanda la cohesión europea y el perdido consenso interno en España: recuperar la centralidad de la ONU y la legalidad internacional; reconstruir Irak entre todos; y poner de nuevo en marcha un proceso de paz en Oriente Próximo.

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Pese a su victoria militar, la que ha aplastado una mosca con un martillo pilón, la Administración de Bush no debería caer en la tentación imperial. Ni siquiera la potencia bélica sin igual de EE UU le servirá para gestionar un mundo en el que muchos de los problemas centrales, incluida la lucha contra los terrorismos, no tienen una solución militar. La manera de recuperar la confianza pasa por volver a darle, pese a sus notorias imperfecciones, la centralidad perdida al Consejo de Seguridad, aunque sea gradualmente como ahora propone Washington, con un progresivo levantamiento de las sanciones controlando Naciones Unidas las ventas de petróleo. La vuelta a la ONU tiene que convertirse no sólo en un objetivo, sino en un instrumento para rehacer el diálogo transatlántico, y la confianza intraeuropea, sin por ello legalizar retrospectivamente una guerra ilegal, aunque haya llevado a la caída de un régimen abyecto.

Blair entiende que el regreso a la ONU le proporciona un puente de oro para restablecer sus maltrechas relaciones con París y Berlín, y Chirac también, para volver al juego diplomático. La recomposición de las relaciones transatlánticas pasa por Francia y Alemania. El papel de Chirac, interlocutor telefónico con Bush, y de Schröder, conciliador con el presidente de EE UU, es básico, sin que ese acercamiento se confunda con la pleitesía al nuevo emperador.

Bush ya ha lanzado un primer aviso a Siria. Blair fue quien primero reaccionó en contra. Aznar tardó un día más, mientras La Moncloa se ufanaba de su papel de recadero de Washington ante Damasco. Pero finalmente prevaleció el sentido común. Los tiempos que vienen van a ser difíciles. Irak se puede romper por diversas líneas étnicas o religiosas. Está en juego no sólo un país, sino una región que puede convertirse en el epicentro de una convulsión global. Por eso, tan urgente como reconstruir Irak es impulsar un acuerdo entre israelíes y palestinos, para la coexistencia de dos Estados soberanos. Sin esta paz no habrá estabilidad regional. La Administración de Bush debe ahora jugar limpiamente con los europeos a este respecto, incluso cuando empiezan a soplar los vientos electorales en EE UU.

Estos elementos, junto a la apuesta por una Europa europea que asuma el coste de su autonomía estratégica, o por unas relaciones con América Latina no subordinadas a Washington, pueden servir para tejer un nuevo acuerdo básico español. Las repetidas ofertas de consenso de Aznar se parecen demasiado a la actitud de Bush frente a la ONU antes de la guerra: el que no le siga caerá en la irrelevancia. En esta crisis, nunca suficientemente explicada por el presidente del Gobierno, España ha vivido una anomalía: el PP contra todos los demás partidos parlamentarios, y de espaldas a la ciudadanía. Rehacer el consenso no es algo que incumba, pues, sólo a Aznar y a Zapatero, sino a muchos otros. En política exterior siempre han tenido un papel muy superior a su peso en las Cortes los nacionalistas catalanes de CiU. Aunque el momento electoral no propicie este diálogo, es necesario intentar diseñar conjuntamente las grandes líneas de la política exterior española, trabajosamente construidas a lo largo de la transición y la democracia, y quebradas por Aznar. Todos deben dar pasos. Si la comunidad internacional y Europa los dan, los partidos españoles también deberían ser capaces de moverse.

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