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Lo bueno de las pasiones moralistas y justicieras que el ataque anglo-norteamericano sobre Irak ha despertado tiene como uno de los resultados sorprendentes que las voces más críticas y menos alineadas en el tradicional anti-americanismo se han pronunciado más a favor de que el mundo sea cada vez más libre y más igual en el sentido que lo proclama la democracia liberal que en el de ponderar desde la inmediatez los detalles que hacían evitable o inevitable, aconsejable o desechable la intervención armada. Incluso una parte de la opinión anti-belicista se habría mostrado perpleja ante los datos ...

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Lo bueno de las pasiones moralistas y justicieras que el ataque anglo-norteamericano sobre Irak ha despertado tiene como uno de los resultados sorprendentes que las voces más críticas y menos alineadas en el tradicional anti-americanismo se han pronunciado más a favor de que el mundo sea cada vez más libre y más igual en el sentido que lo proclama la democracia liberal que en el de ponderar desde la inmediatez los detalles que hacían evitable o inevitable, aconsejable o desechable la intervención armada. Incluso una parte de la opinión anti-belicista se habría mostrado perpleja ante los datos que van ampliando el conocimiento sobre el régimen del tirano iraquí derrotado como si esto pudiese justificar lo hecho. Si la bondad de esa guerra residiera en que ha librado manu militari al pueblo iraquí de una tiranía, la lista de regímenes candidatos a la intervención se haría insoportable. El tipo de régimen que tienen muchos Estados en el mundo no es todavía una causa justificada para que otros Estados intervengan en su derrocamiento. Pero la bienaventurada fiebre libertaria nos conduce a un discurso sobre lo deseable que se conecta con el tipo de régimen que son las democracias occidentales, con su nómina de derechos civiles y políticos, sus instituciones y libertades, su pluralismo y laicismo, sus viejas glorias consagradas a la libertad con acentos matizados de igualdad y su constante recuerdo de lo que costó a generaciones y generaciones obtener lo que hoy se disfruta. Y ése es curiosamente el núcleo duro del discurso político norteamericano: la sociedad abierta y su modelo de gobierno se impusieron primero en América, después en Europa, venció a las autocracias nazi-fascistas, al militarismo expansionista japonés, derrumbó los muros tras los cuales la experiencia comunista creyó construir -con notorio fracaso-, un mundo mejor, le ganó la partida al guerrillerismo alentado por las metrópolis de un estratégico y pretendido imperialismo de clase en África, Asia y América (URSS, República Popular de China) y sembró los despojos de los competidores o bien de regímenes políticos abiertos, democráticos (Rusia, y todos los países del antiguo ámbito de la URSS), o bien exportó el propio modelo económico por parcelas (China). Para completar ese horizonte de pax americana sólo un grave obstáculo se interponía: el integrismo religioso (especialmente el musulmán, pero no solo) como nutriente del anti-americanismo. Quienes banalizaron en su momento las reflexiones de Francis Fukuyama sobre la ecuación a resolver en el futuro político del mundo y se apresuraron a dictar su prescindibilidad (la izquierda española en bloque; la derecha ni se enteró) se tiran de los pelos ante la lógica de los acontecimientos, situándose fuera de la historia y refugiándose en una memoria selectiva que considera acertado el modo y manera en que se libró a Europa de Hitler, a buena parte de Asia del imperialismo japonés, a medio mundo de la red que tejió Stalin... y de todo punto indeseable lo que acaba de ocurrir en Irak. Para estas pulsiones selectivas, la actualidad no es el mejor antídoto. De hecho, y a pesar que el régimen de Castro lleva cuarenta años de atropello indecente de las más elementales libertades, se alzan voces nuevas de condena al amparo de esta bienvenida fiebre libertaria. Incluso la Universitat de València acabará condenando al régimen de Castro, como sugería ayer mismo que hiciese el profesor Emilio García.

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