Tribuna:

El lenguaje y la guerra

El llamado "terrorismo internacional" no es más que una idea o una generalización. La unidad de ese terrorismo, entendido como entidad internacional, es solamente el producto de la mente y del lenguaje. Construcción ideal, intelectual, de lo que en sí es una yuxtaposición de modos de acción destructiva inconexos, reunidos tal vez por unas causas en las que muy poco se profundiza, ese terrorismo unitario no es una realidad comprobable, atacable, bombardeable. No puede ser el objeto de una guerra, puesto que carece de existencia concreta, a no ser que intervenga también a escala mundial otra cla...

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El llamado "terrorismo internacional" no es más que una idea o una generalización. La unidad de ese terrorismo, entendido como entidad internacional, es solamente el producto de la mente y del lenguaje. Construcción ideal, intelectual, de lo que en sí es una yuxtaposición de modos de acción destructiva inconexos, reunidos tal vez por unas causas en las que muy poco se profundiza, ese terrorismo unitario no es una realidad comprobable, atacable, bombardeable. No puede ser el objeto de una guerra, puesto que carece de existencia concreta, a no ser que intervenga también a escala mundial otra clase de subversión, la del lenguaje, reducido al formato del breve eslogan publicitario.

Dame medio minuto, lector amigo, para que me explique. El filósofo inglés J. L. Austin, en un libro del año 1962 que se hizo famoso, How to Do things with Words, distinguió entre diferentes clases de expresiones desde el punto de vista de su contenido activo. Destaca Austin la clase de expresión que no describe, no constata, no propone, en suma, no sólo dice algo, verdadero o falso, sino hace algo; de tal suerte que ese "enunciado ejecutivo" (performative utterance) encierra un acto "ilocutorio" (illocutionary) definitivo, en el enunciado mismo. Por ejemplo, cuando un novio responde a un sacerdote diciendo "sí, quiero"; o cuando éste declara "te bautizo Lucía".

Así como el Monsieur Jourdain de Molière hablaba en prosa sin saberlo, el presidente Bush llevó inconscientemente a cabo un perfecto acto "ilocutorio" cuando pocas horas después del derrumbe de las Torres Gemelas proclamó: "We are at war", "estamos en guerra". Era tan feroz aquel ataque, y tan profunda la humillación, que el Gobierno de Washington tuvo que encontrar una respuesta excepcional, de magnitud planetaria. Y ello sin explicar en aquel momento a quién se declaraba la guerra, ya que sólo después se afirmó que los culpables del atentado eran los miembros de Al Qaeda. Circunstancias, éstas, de incalculables consecuencias, ya que Bush se encastilló y sigue encastillado en un estado de guerra constante, prioritario, sean quienes sean, fueren quienes fueren los objetivos de la declaración bélica.

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Algunos pensaron que "we are at war" era un ejercicio metafórico, como cuando se habla de guerra contra la droga. Pero no, no eran metáforas las bombas que llovieron sobre Afganistán, pulverizando a los de Bin Laden y matando a muchos miles de inocentes. Mientras tanto, el Estado norteamericano multiplicaba el presupuesto militar, se colocaba en estado de alerta, alimentaba sospechas y conjeturas catastróficas, creaba ministerios nuevos, para mayor beneficio de la Administración republicana. Es muy doloroso pensarlo, pero no hay mal, desde el ángulo de esa Administración, que por bien no venga. Y el terrible atentado de 11 de septiembre ha llegado a ser una bendición para quienes venían soñando con la incontenible y victoriosa hegemonía que hiciera posible el predominio mundial de los propósitos e intereses de Estados Unidos.

Pero era necesario seguir teniendo -"we are at war"- un objetivo, un enemigo de épica estatura, para lo cual se inventó aquella tan provechosa entelequia del "terrorismo internacional", pese a que las bombas de Bali nada tenían que ver con Al Qaeda y las de Mombasa eran un corolario del conflicto palestino-israelí. Estamos en tiempos en que la propaganda política es una rama de la publicidad comercial, y las relaciones internacionales son un ejercicio de relaciones públicas. Lanzados todos a un mundo de ficción, de fantasía político-histórica, el uso del breve eslogan traía consigo importantes compensaciones. Cabía de tal suerte dar cabida a la Intifada palestina y acentuar el apoyo a Sharon. Claro que sólo Israel es un Estado soberano, sólo Israel recibe copiosas subvenciones, sólo Israel tiene cañones, tanques y aviones. Achacar el uso suicida de bombas humanas, tan lamentable, al ámbito del "terror" global, mientras se destroza al pueblo palestino, es el más cruel de los fraudes.

No hace falta indicar aquí la holgura con la que el viejo conflicto americano-iraquí pudo hallar acomodo en el esquema de la lucha contra el "terror". Poco importa que no se demuestre la relación entre Sadam Husein y el 11 de septiembre. Ni que nadie considere seriamente que su régimen pueda ni quiera amenazar y atacar a Estados Unidos. El curso que sigue Washington -"we are at war"- no puede interrumpirse y todo está preparado para la guerra y sus futuras segundas y terceras partes, pase lo que pase en la ONU. Bush puede contar con el apoyo de algunos Estados de menor importancia, como España, y de aquellos británicos que tan ridículamente viven momentos de imperial euforia neo-victoriana. De no haber pruebas de la existencia en Irak de armas formidables se apela a otra palabra-consigna, "desarme". ¿Alguien ha explicado lo que quiere decir? No basta con que no se hallen dichas armas, habría que demostrar que existieron y que luego dejaron de existir, como si pidiéramos a alguien no sólo que sea casto, sino que declare que un día no lo fue y que pruebe que luego dejó de serlo.

Cierto que no sólo se trata, lector amigo, del peligro de un lenguaje degenerado, de éste y de otros modos más complejos, y de su adopción mimética por políticos supuestamente inteligentes. La juvenil América retrocede y se militariza, la antigua Europa avanza y se pacifica. Lo que está en juego es la capacidad de superación de la propia Historia, del viejo colonialismo y del orgullo desaforado que permitieron que una parte del mundo impusiera su voluntad sobre las demás, arrasando naciones, cometiendo crímenes en nombre de Cristo, trastornando y transformando sociedades enteras. Lo que está en juego es tan grave como imprevisible. "La tradición y ascensión histórica del hombre" -escribía Karl Jaspers (Origen y meta de la Historia, Madrid, 1980, p. 52)- "es como una delgada película sobre el suelo de volcán que es el hombre... Sobre el derrumbamiento de la Historia el hombre podría volver de nuevo al estado en que estuvo hace milenios".

Claudio Guillén es catedrático de Literatura Comparada y miembro de la Real Academia Española.

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