Columna

El honor del náufrago

En la gran narrativa anglosajona del mar -Stevenson, Melville, Conrad, London- todos los designios acaban siendo dictados por los océanos, incluidos, desde luego, los morales. El mar insufla y juzga las conductas, arrogándose la función de matriz principal y de ser el más alto de los tribunales. Esto se hace particularmente explícito en relatos como La línea de sombra, de Joseph Conrad, en el que la complejidad moral que sella los vínculos entre el mar y los marineros viene determinada por la persistencia de una desasosegadora quietud que mantiene al barco impotentemente detenido durant...

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En la gran narrativa anglosajona del mar -Stevenson, Melville, Conrad, London- todos los designios acaban siendo dictados por los océanos, incluidos, desde luego, los morales. El mar insufla y juzga las conductas, arrogándose la función de matriz principal y de ser el más alto de los tribunales. Esto se hace particularmente explícito en relatos como La línea de sombra, de Joseph Conrad, en el que la complejidad moral que sella los vínculos entre el mar y los marineros viene determinada por la persistencia de una desasosegadora quietud que mantiene al barco impotentemente detenido durante un tiempo que se hace infinito, demostración clara de los peligros de la bonanza.

De repente, la línea de sombra se convierte en un dibujo absoluto no sólo en el mar o en la cubierta del barco, sino en las conciencias. Ella separa con extraordinaria finura las acciones vergonzosas de las dignas, la cobardía del coraje. Pero en ningún caso es una línea continua y nítida. Es tortuosa, salpicada de vacíos, desgajada frecuentemente en segmentos sorprendentes. Conrad deja claro en su libro que todos tenemos nuestra línea de sombra que, evidentemente, tan sólo cada uno puede delimitar: una geografía íntima cuyas regiones son las esperanzas, los sueños, las frustraciones, los proyectos y, en la zona más oscura, los delirios y asimismo los delitos. Aunque todos los jueces del mundo quisiesen usurpar dicha función, en la línea de sombra cada uno es juez de sí mismo.

Como hombre Mangouras quedó sometido a un estigma irreversible, pero como marinero demostró su conocimiento y su valentía

Hace unos días me vino a la memoria la ética del mar puesta de relieve por aquellos escritores a propósito de la carta, reproducida por algunos periódicos, que Apostolos Mangouras, capitán del Prestige, había remitido a la Federación Internacional de Trabajadores del Transporte, con sede en Londres.

Reconozco que desde que se desencadenó la catástrofe sentí una simpatía inmediata por este hombre, basada exclusivamente, es cierto, en su cara o, más bien, en la expresión de su cara. En ella creí reconocer una dignidad profunda que contrastaba, a mi modo de ver, con la actitud de los acusadores. Ese veterano marinero, atrapado en una telaraña trágica, tenía luz propia, y su rostro terriblemente cansado se elevaba noblemente por encima de las engominadas cabezas de los petimetres y burócratas que se habían erigido en sus fiscales.

Aposté por Mangouras, aun sin tener más argumentos ya que las informaciones eran, desde luego, divisorias. El capitán del Prestige fue encarcelado hasta el pasado viernes como único responsable. Sobre él llovieron todas las acusaciones y su nombre fue utilizado hasta la saciedad para que los poderosos pudieran sustraerse a sus responsabilidades. Mangouras servía como víctima del sacrificio para que el propietario, el armador o el ministro no fueran los sacrificados. El viejo capitán lo era todo: un irresponsable, un loco, un criminal y además era también, eso, un viejo.

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Pero mientras un siniestro armador se permitía bromear con dólares y hombres o un ministro energúmeno bramaba con sus incompetencias o un presidente del gobierno escondía cobardemente sus errores, el viejo capitán -un pobre desgraciado en edad de jubilación, se insistía- purgaba en prisión el crimen de haber permanecido a bordo del barco, fiel a la ética del mar, hasta el último momento, con el riesgo de hundirse también en él, no por sus fallos como marino, según las maliciosas insinuaciones de ciertos políticos, sino, como luego se ha sabido, por la torpe ignorancia de los oportunistas.

No tengo intención de disimular la línea de sombra -aquella visible para nosotros- de Apostolos Mangouras: su barco estaba ruinoso, como ruinosos eran los salarios de los tripulantes y seguramente el suyo propio, quizá algo mejor. No hubiera debido dirigir este barco, vistas las consecuencias, pero, antes de que se produjeran, ¿era posible la elección en un mundo como el de la marina mercante y para un marinero como él? Probablemente no hay respuesta a esta pregunta sin caer en la buena conciencia de los moralistas.

Lo realmente insoportable para Mangouras es que se hubiera puesto en tela de juicio su ética y pericia marineras. Desde las primeras acusaciones algunas cosas se han aclarado pese al persistente intento de las autoridades por difamar al capitán. Ahora sabemos, si hemos de hacer caso a los científicos, que el experimentado marino tenía razón frente al apremio interesado de los burócratas y que el Prestige nunca debió ser arrastrado mar adentro, como se hizo con los fatales efectos conocidos por todos. Es verdad que Mangouras desobedeció las órdenes de las autoridades de tierra, pero ahora sabemos con toda certeza que estas órdenes, además de equivocadas, estaban basadas en criterios de rentabilidad política, y que para un viejo marinero como él tal ética terrestre -en realidad, tal falta de ética- quedaba desautorizada por la ética del mar. Y Mangouras acertó: el día del hundimiento del Prestige, como hombre quedó sometido a un estigma irreversible, pero como marinero demostró su conocimiento y, manteniéndose hasta el final, su valentía.

En su conmovedora carta de agradecimiento a los apoyos internacionales recibidos, Apostolos Mangouras habla de ambas dimensiones. No trata de escapar a la férrea cadena de la catástrofe cuando admite: "Un estigma me acompañará durante toda mi vida"; sin embargo, defiende orgullosamente su actuación como capitán "permaneciendo a bordo de mi barco, gravemente herido, tratando con todas mis fuerzas de evitar dicha catástrofe".

En la carta explica, en pocas lineas, su vida. Nacido en una pequeña isla del mar Egeo, Icaria, en Grecia, en el seno de una familia de tradición marinera, en una casa situada a 100 metros del mar, con 44 años de servicio activo, de los cuales 32 como capitán. También añade dos confesiones. Una sobre el amor: "Amo al mar tanto como a mi propia vida, y de hecho mi piel está impregnada de salitre". La otra sobre su situación actual: "Sencillamente soy un náufrago, y la palabra tiene mucho significado para los que peleamos con el mar".

Recuerdo la cara de sus acusadores: la cara de bulldog, la cara de hiena, la cara de batracio. Aposté por el honor del náufrago, y creo que aposté bien.

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