Tribuna:

De Nostradamus al exorcista

Las profecías más catastrofistas lanzadas por los socialistas catalanes tras perder la histórica contienda electoral de 1980 han quedado en agua de borrajas. Cataluña ha ido muy lejos en estos veintitantos años. Y más lejos aún habríamos ido si, como aseguró recientemente el president Pujol en una conferencia sobre el balance de la transición, la correlación de fuerzas en Cataluña tras los primeros comicios generales de 1979 hubiera sido algo distinta y si, en consecuencia, los nacionalistas catalanes hubiéramos podido influir más en la redacción del actual marco estatutario.

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Las profecías más catastrofistas lanzadas por los socialistas catalanes tras perder la histórica contienda electoral de 1980 han quedado en agua de borrajas. Cataluña ha ido muy lejos en estos veintitantos años. Y más lejos aún habríamos ido si, como aseguró recientemente el president Pujol en una conferencia sobre el balance de la transición, la correlación de fuerzas en Cataluña tras los primeros comicios generales de 1979 hubiera sido algo distinta y si, en consecuencia, los nacionalistas catalanes hubiéramos podido influir más en la redacción del actual marco estatutario.

Sea como fuere, de nada han valido, ante la eficacia del Gobierno de la Generalitat, las acusaciones y los palos en las ruedas de un PSC-PSOE que no sólo no supo digerir ni aceptar una determinada trayectoria de los hechos, sino que cometió, además, el error estratégico de rechazar, tras las primeras elecciones autonómicas, la posibilidad de formar parte de un gobierno de coalición con CiU.

La propuesta, lanzada por Artur Mas, de redacción de un nuevo estatuto de autonomía que permita a Cataluña dotarse de un mayor autogobierno como medio más eficaz para hacer frente a los nuevos retos sociales, culturales o económicos que plantea la globalización es una oportunidad y un derecho al que no podemos renunciar. Descalificar tal propuesta sin aún conocer su contenido, como hizo en este medio Joaquim Nadal en un artículo largo y sin argumentación (EL PAÍS, 23-12-02), no deja de sorprender e incitar, como mínimo, a la reprobación. Con esa actitud lo único que demuestra el portavoz socialista es que, ante la perspectiva de una nueva derrota del PSC en las próximas elecciones autonómicas, vuelven a aflorar los demonios que durante años han atormentado a buena parte del socialismo de este país, que elección tras elección ha visto como se alejaba cualquier posibilidad de asumir responsabilidades de gobierno.

La profecía da paso, una vez más, a la praxis del exorcismo por parte de quienes, a pesar de todo, todavía se creen en posesión de la verdad y la razón absolutas. Según las tesis de los nuevos exorcistas, pactar con el PP equivale a pactar con el diablo. Incluso dando por hecho que así fuera, sería bueno recordar que cuando por responsabilidad y visión de Estado CiU pactó con el PSOE de los GAL o los Roldán, no lo hizo precisamente con una hueste de angelitos. Nadie, por grande que sea su ingenuidad, puede creerse que no fuera -como lo es hoy- por otra razón que la responsabilidad o el legítimo interés político.

Como partido de estricta obediencia catalana, no constreñido por estrategias u objetivos ajenos a Cataluña, CiU está en su derecho de establecer los pactos que mejor nos permitan servir con mayor eficacia los intereses nacionales, asumir mayores cotas de autogobierno, ofrecer una mayor calidad de vida a las personas y fomentar el desarrollo económico y sostenible del país.

Lo que enturbia la visión de algunos políticos de la oposición en Cataluña es la ausencia de objetividad y su escasa imparcialidad a la hora de juzgar la realidad: cuando un partido soberano como CiU hace lo que más le conviene al país en función del contexto, la oportunidad y de un determinado margen de acción, puede llegar a ser objeto de duras críticas por parte de quienes deben vivir con la mala conciencia de ver permanentemente supeditada su actuación y sus intereses a una estrategia y unas prioridades de ámbito superior. Mientras CiU puede arriesgar desde sus planteamientos de siempre, el PSC no puede superar su apego natural a un proyecto que percibe Cataluña como un simple instrumento de reestructuración de España.

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A pesar de la etiqueta y la imagen que el PSC se empeña en colgarnos sistemáticamente -una CiU esencialista y a la defensiva-, la rotundidad de los hechos demuestra lo contrario. Una vez más tomamos la iniciativa y conseguimos marcar el paso del debate político en Cataluña en clave de futuro, sin los condicionantes mentales de la transición. Nuestra propuesta de un nuevo marco estatutario la planteamos no sólo porque creemos que el actual no blinda suficientemente los avances y logros obtenidos desde la recuperación de la Generalitat sino, sobre todo porque es claramente insuficiente para hacer frente a nuevos desafíos en el marco de una economía mundializada o de una Unión Europea ampliada.

No se trata, como algunos han querido presentarlo, de una simple y decorativa modificación del Estatuto a cambio de justificar la aceptación de ministerios. Se trata de una propuesta hecha con seriedad, riesgo y valentía política. No estamos planteando un simple trueque como se nos ha ofrecido en numerosas ocasiones tanto desde el PP como desde el PSOE. CiU, coherente con su trayectoria política, estará precisamente dispuesta a entrar en el Gobierno del Estado cuando nuestra presencia no sea necesaria para garantizar el nivel de autogobierno que Cataluña necesita. El grado de soberanía de las instituciones catalanas no puede estar sujeto a la coyuntura de la aritmética parlamentaria.

Es decir, muy al contrario de lo que algunos insinúan, llegado el caso aceptaríamos participar directamente de la gobernación del Estado cuando, una vez resuelta la cuestión del autogobierno, nuestra hipotética participación fuera fruto de un acuerdo sobre el programa que aplicar y no de la necesidad de defender un nuevo estatuto o un mayor respeto de nuestros derechos nacionales, lo que supera la situación actual en todos los aspectos.

Queremos un estatuto que, superando toda indefinición federalista, posibilite dar un vuelco real a esa situación de provisionalidad derivada de unas condiciones históricas concretas y permita seguir garantizando el progreso colectivo. Como decía al principio, en el momento en que se constituyó y elaboró el actual marco estatutario, el PSC era la primera fuerza política catalana y CiU tan sólo la cuarta, y por tanto, con responsabilidades bien distintas respecto del resultado final. Así pues, las limitaciones estatutarias que hoy critican y ponen de manifiesto desde el PSC derivan, en buena parte, de las condiciones que ellos mismos fueron capaces de imponer. El cinismo con el que Nadal interpreta ese periodo en otro artículo (EL PAÍS, 6-1-03) es un fraude y un ejemplo del refinado estilo de manipulación histórica al que está acostumbrado el socialismo catalán. Quizá ésta sea una de las máximas expresiones del filibusterismo político con el que algún analista político ha calificado los ataques despectivos del PSC a Artur Mas y a CiU.

Felip Puig i Godes es consejero de Política Territorial y Obras Públicas, y portavoz de la Generalitat.

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