Editorial:

Ni elecciones, ni plan

El Ejército israelí se ha retirado a las afueras, pero es difícil recordar en Belén una Navidad tan sombría como la actual -calles y lugares sagrados vacíos, ceremonias de culto suspendidas o testimoniales-, bajo el manto acerado de los tanques ocupantes. En este contexto de imparable deterioro, tras dos años largos de la segunda Intifada, la decisión palestina de posponer sine die las anunciadas elecciones legislativas y presidenciales que debían celebrarse el próximo 20 de enero parece la única coherente, aunque sus repercusiones se hagan sentir negativamente en un proceso tan agónico...

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El Ejército israelí se ha retirado a las afueras, pero es difícil recordar en Belén una Navidad tan sombría como la actual -calles y lugares sagrados vacíos, ceremonias de culto suspendidas o testimoniales-, bajo el manto acerado de los tanques ocupantes. En este contexto de imparable deterioro, tras dos años largos de la segunda Intifada, la decisión palestina de posponer sine die las anunciadas elecciones legislativas y presidenciales que debían celebrarse el próximo 20 de enero parece la única coherente, aunque sus repercusiones se hagan sentir negativamente en un proceso tan agónico como el conflicto de Oriente Próximo. Las primeras y únicas elecciones generales palestinas se celebraron en 1996.

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Los palestinos consideran imposible celebrar unos comicios democráticos y representativos bajo la ocupación de un Ejército extranjero y con los impedimentos -controles, escaramuzas, toque de queda- que acarrea la reocupación israelí de siete de las ocho ciudades principales de Cisjordania. La justeza de sus argumentos ha sido entendida por la Unión Europea, que, junto con EE UU, exige unas elecciones que garanticen la democratización y transparencia de la desacreditada autoridad palestina. Washington e Israel esperaban además librarse de Yasir Arafat a través de las urnas y la aparición de nuevos interlocutores políticos.

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Más grave que este previsible aplazamiento es la decisión estadounidense de postergar la publicación del plan de paz para la zona, elaborado por el llamado cuarteto (Washington, la UE, la ONU y Rusia) y cuyos detalles deberían haberse conocido la semana pasada. Para irritación de sus otros tres socios, el presidente Bush ha sucumbido a las presiones israelíes para que el único proyecto que ofrece una salida a dos insostenibles años de sangre, y que el primer ministro Ariel Sharon querría ver aparcado indefinidamente, no vea la luz al menos hasta la formación de un nuevo Gobierno en Israel, algo que puede llevar meses tras las elecciones de finales de enero.

Los detalles son lo crucial de un plan que exige de los palestinos el final del terrorismo, y de los israelíes, su retirada progresiva de las zonas reocupadas y la congelación de la explosiva política de asentamientos de Sharon, cuya guinda es un Estado provisional palestino el año próximo y un tratado de paz pleno entre los dos enemigos para 2005. No es de recibo, por tanto, que el arranque de la iniciativa llamada a aminorar los efectos de un demoledor conflicto histórico se condicione al talante de un nuevo Gabinete en Israel. Y menos aún en el actual escenario prebélico con Irak, en el que Washington ganaría credibilidad precisando antes su aportación a la solución justa de una tragedia que los árabes en particular y los musulmanes en general consideran en el origen de toda violencia en Oriente Próximo. Salvo que detrás del parón decidido por Bush estén no sólo los intereses de Sharon, sino la eventualidad de un nuevo mapa regional pos-Sadam. Eso sería jugar con fuego.

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