Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA

La mala buena noticia de los voluntarios

No. Mi tendencia innata a ir contracorriente, quizá buscando esas zonas escondidas de la realidad, no llega al extremo de militar en el suicidio público. Éste no es un artículo contra el movimiento que más derroche de energías, esfuerzo y lucha ha generado en los últimos tiempos. Entre otras cosas, porque yo me emociono a la par que cualquiera con sensibilidad ante esa imagen profunda de mujeres y hombres manchados hasta la médula, luchando contra la locura, sin medios ni casi esperanza. Sus miradas, su denso cansancio, sus preguntas..., pocas veces el dolor ajeno respira tan cerca de nuestras...

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No. Mi tendencia innata a ir contracorriente, quizá buscando esas zonas escondidas de la realidad, no llega al extremo de militar en el suicidio público. Éste no es un artículo contra el movimiento que más derroche de energías, esfuerzo y lucha ha generado en los últimos tiempos. Entre otras cosas, porque yo me emociono a la par que cualquiera con sensibilidad ante esa imagen profunda de mujeres y hombres manchados hasta la médula, luchando contra la locura, sin medios ni casi esperanza. Sus miradas, su denso cansancio, sus preguntas..., pocas veces el dolor ajeno respira tan cerca de nuestras zonas vitales y nos convierte a casi todos en uno. Ciertamente todos somos Galicia, pero hay tantas Galicias en esa Galicia, que mejor puntualicemos: todos somos la Galicia que sufre. Todos, menos los que la hacen sufrir... El voluntariado, nacido como nacen los mejores, de la casi nada -si la rabia es una nada-, se ha convertido en la única buena noticia de una tragedia cuyas dimensiones aún no vislumbramos con claridad. Allí donde ha fallado todo: la legalidad internacional, la responsabilidad estatal, la famosa buena gestión del duende de La Moncloa, el dominio de la calle del sheriff cazador, las instituciones, los mecanismos de protección, la capacidad de reacción; allí donde lo público ha sido la pura expresión vergonzante del caos, ha nacido la fuerza de lo popular, inesperada, indómita. La única que, ante el desastre, no nos deja sin esperanzas.

Es, por tanto, la buena noticia de un sinfín de pésimas. Sin embargo, ¿realmente es buena esa buena noticia? Mis amigos socialistas, algunos de los cuales son como niños pequeños -con esa santa inocencia aún tan santa-, creen que todo este terrible lío desgasta al Partido Popular y lo tira del pedestal de prepotencia y soberbia donde estaba instalado. Al fin y al cabo, si el gurú de la "España va bien" había basado sus excelencias en el binomio austeridad-buena gestión, y dinamitada la austeridad a golpe de bodorrio de la niña de sus ojos, es cierto que la buena gestión se le ha ido literalmente al carajo, dicha la expresión en homenaje al colorista vocabulario gallego. No es austero y no es, para nada, buen gestor. Ergo, va a perder las elecciones... ¡Hum! Podría ser, y de sólo pensarlo se nos pone bien el cuerpo a muchos, pero como los sueños, sueños son, y la realidad tiende a la complejidad, me atrevo a decir que ninguna ecuación política es tan simple. Ni siquiera ésta. Al margen del desgaste del partido en el poder, de la complicación en la doble cadena sucesoria -la sucesión de Aznar y la de Fraga; por cierto: muy lleno de palabras el sutil silencio de Rato- y del lento pero irrevocable proceso de emancipación de la sociedad gallega, lo que está ocurriendo no sólo mancha al PP, mancha y mucho a la política. Es decir, nos mancha a todos. El desprestigio del Prestige, en su caída al fondo, es también una caída en picado de la confianza, de la credibilidad y del respeto a la gestión pública. Un desprestigio, por tanto, de lo público. Si erosiona seriamente a Aznar, no está nada claro que no erosione de alguna manera también a Zapatero, y sobre todo erosiona al conjunto. Por ello el nuevo héroe social no es el líder político honesto e impoluto -aunque el pobre sea honesto e impoluto-, ni los partidos opositores -aunque arranquen votos-, sino el hombre anónimo ceñido a su pala y a su soledad, alzado sobre las ruinas del abandono institucional. Ese nuevo héroe conquista su espacio emocional, bate su cobre de razón y rabia, a golpe de credibilidad política caída, manchada hasta lo más hondo con el fuel del descrédito. Lo que Aznar, con cinismo impenitente, le soltó a Zapatero tiene algo de veraz: la mancha es una sombra alargada.

De ahí que me atreva a hablar de mala buena noticia. El voluntariado como expresión de vitalidad social, como motor de arranque de las energías solapadas, es un plus que marca la categoría de un país. No sustituye, sino que suma; no desautoriza, sino que multiplica. Pero cuando el voluntariado es la sustitución del caos público, cuando surge del abandono, el miedo y la desesperanza, cuando nace para resolver lo que nadie resuelve y se calza las botas que los despachos no han encargado, se viste en precario lo que nadie le ha dado, coge la pala que nadie previó darle, entonces el voluntariado es un desastre. Porque no significa suma de energías, significa la reacción desesperada al parón técnico de las energías públicas. Lo bueno, pues, resulta la expresión de un desastre.

Nada es, sin embargo, extraño. Hace mil años que la política fue sustituida por la gestión, y la ideología pasó a concebirse como un lastre y no como una moral, convertidos los políticos en presidentes de escalera. O peor aún, en presidentes de multinacional. Elevada la gestión a la categoría de único dios verdadero, cuando la gestión se hunde, se hunden los dioses. Y así estamos, buscando héroes anónimos donde mecer la ausencia de nuestra fe verdadera, hartos de predicadores mentirosos, hinchados hasta las narices de falsas religiones. Pero ¿nos salvará el voluntariado de nuestra fallida política? Y el descrédito actual de la política, ¿se saneará con la subida al poder de los nuevos posibles? Ojalá. Primero porque el fallo de la política, como la mala razón, sólo puede engendrar monstruos. Y segundo porque la vitalidad de una sociedad no se puede basar en el hartazgo y la desesperanza, sino justamente en la solidez de lo público. Cuando un hombre y una pala son la sustitución de la política, no son la expresión de una bondad, sino el roto exterior de una profunda enfermedad. Bondad nacida al albur de una seria maldad.

Pilar Rahola es escritora y periodista

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