Columna

Desnudo en el fin del mundo

Acampé a la brava junto a Finisterre, en el verano del año de la muerte de Franco. Merendé unas latas de conservas con pan y luego subí hasta el faro a solas, ya casi al anochecer. Pasé junto a la torre de las ópticas de fuego y entreví por allí al farero, esa profesión de poeta. Después continué por la pendiente, cuesta abajo, cada paso más cerca de los farallones. Las aguas reventaban contra las rocas, pero todavía muy abajo. Me deslicé por senderos antiguos más allá de la media ladera. Estaba bastante alto, pero algunas gotas del océano ya me alcanzaban. Fue entonces cuando descubrí que no ...

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Acampé a la brava junto a Finisterre, en el verano del año de la muerte de Franco. Merendé unas latas de conservas con pan y luego subí hasta el faro a solas, ya casi al anochecer. Pasé junto a la torre de las ópticas de fuego y entreví por allí al farero, esa profesión de poeta. Después continué por la pendiente, cuesta abajo, cada paso más cerca de los farallones. Las aguas reventaban contra las rocas, pero todavía muy abajo. Me deslicé por senderos antiguos más allá de la media ladera. Estaba bastante alto, pero algunas gotas del océano ya me alcanzaban. Fue entonces cuando descubrí que no iba solo por aquel reino, pues detrás de una peña encontré a un grupo de desconocidos cómplices. Hicimos amistad, hablamos del bien y del mar y de qué parte venían. De Madrid unos, otros eran gallegos. Y todos estaban unidos en un rito viejo, entonces prohibido en lugares públicos: iban desnudos. Yo me uní de inmediato a aquella liturgia, y allí pasamos todos la noche lunar en pelota. Horas y horas de silencios vanos que el mar destruía a cada segundo. Y de hermosos juegos que, según los cuerpos y las ganas, por momentos llegaron a ser notables. De modo que todo acabó siendo libertad y tiempo fuera del tiempo bajo las frondas aéreas y amarillas del faro. Luego, antes del alba, nos revestimos para la ceremonia de volver a ser gente normal. O parecerlo. Desde entonces me tengo por hijo natural de Finisterre/Fisterra. Alguna vez he vuelto por allí, no muchas, aunque eso nada importa. Lo que vale es aquella noche, que tantas cosas me reveló, y por eso sigo estando a sus órdenes tantos años después. Órdenes del mar, de la oscuridad, de los misteriosos cuerpos. Desde entonces me tengo por peregrino de Finisterre, y, desde Fisterra, de toda la Costa da Morte. Peregrino de una noche, que no de un apóstol. Peregrino del mar más luctuoso y bello de toda la península. Un piélago de aguas gigantes, que el fuel del petrolero Prestige quiere convertir en una marea negra. Ojalá el dios de la memoria no lo permita.

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