Tribuna:LA CRÓNICA

Historia de un barrio

Hasta hace unos años creía que Montjuïc era sólo un parque de atracciones al que nunca me llevaron, una fuente luminosa de cuento de hadas, un cementerio que veía de lejos por la carretera y un castillo que había sido escenario de las matanzas más bestiales de la dictadura. Yo no vivía en Barcelona y nadie me había contado que la montaña escondía muchas cosas más. Cuando un día -ya mayor- descubrí el Teatre Grec, me quedé maravillada del laberinto de jardines que configuran esa zona; luego conocí la Fundación Miró, el Mercat de les Flors, hasta un día -no sé por qué- me metí en el Museo Etnoló...

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Hasta hace unos años creía que Montjuïc era sólo un parque de atracciones al que nunca me llevaron, una fuente luminosa de cuento de hadas, un cementerio que veía de lejos por la carretera y un castillo que había sido escenario de las matanzas más bestiales de la dictadura. Yo no vivía en Barcelona y nadie me había contado que la montaña escondía muchas cosas más. Cuando un día -ya mayor- descubrí el Teatre Grec, me quedé maravillada del laberinto de jardines que configuran esa zona; luego conocí la Fundación Miró, el Mercat de les Flors, hasta un día -no sé por qué- me metí en el Museo Etnológico. La montaña, pues, me ofrecía un derroche de cultura y yo, metida en mi ensimismamiento de niña progre de provincias que va al teatro a la capital, creí que Montjuïc terminaba aquí, pero aún me quedaban muchas cosas por descubrir. Y son las que más me han impresionado.

Montjuïc tiene una zona que conocen los turistas y otra que sólo se ve si uno tiene la voluntad de acercarse

Montjuïc podría dividirse en dos: la zona que conocen los turistas, con sus jardines, museos, teatros..., y una zona que no se ve si uno no tiene la voluntad de acercarse. Barrios nacidos de la noche a la mañana en tiempo de la más oscura dictadura. Gente que puede contar historias increíbles porque esa montaña es increíble y desconocida. Cuevas y pasajes que la atraviesan en lo más profundo de sus entrañas, lagos misteriosos, un cementerio como una pista de carreras, un polvorín abandonado ideal para jugar a las guerras, un tren de vía estrecha que ocasionó algunos muertos pero fue la delicia de los pequeños, un vertedero de basura vergonzoso que se convertía en un arsenal de posibilidades... Montjuïc, como muchas otras zonas de Barcelona, estaba poblado de barracas. A principio de los años cincuenta empezaron a desalojar las que había en la Diagonal y Sarrià, y colocaron a sus ocupantes en unos pisos a medio terminar cedidos por el Patronato de la Vivienda. Esos bloques se convertirían en barrios. Uno de ellos es Can Clos, en la falda oeste de Montjuïc.

Nicolás regenta uno de los bares de Can Clos. Vive aquí desde 1952, cuando le echaron de la Diagonal y le ofrecieron un piso de 40 metros cuadrados. 'Esto era un agujero. Las escaleras eran provisionales y se caían y todos tuvimos que hacer obras en casa porque no había nada. Las calles eran un lodazal. El autobús más cercano estaba en la Zona Franca. A pesar de todo supimos organizarnos, no como ahora'. En el bar de Nicolás se reúnen los vecinos de toda la vida. Se sientan ante la barra, piden sus carajillos y escuchan la historia negra del barrio. A veces meten baza, otras se sonríen, los más jóvenes escuchan. Can Clos se construyó en una de las canteras de Montjuïc. Sus laderas se convirtieron en un vertedero municipal donde los niños jugaban. La basura fermentaba y por la noche se veía el fuego y una espesa nube de humo corría por el barrio y se metía en las casas. En 1956 la gente se echó a la calle a protestar y dejaron de verter basura para echar tierra, pero con las lluvias todo se iba para abajo e invadía las calles. A ese jugo negro la gente le llamó 'el agua del tifus'.Una noche uno de los edificios quedó prácticamente enterrado y tuvieron que evacuar a los vecinos. El barrio siguió luchando. A principio de los sesenta construyeron un centro cívico entre todos. 'Había actividades de toda clase: gimnasia, montañismo, billares, se organizaban bailes', cuenta Nicolás, con aire resentido. 'Lo echaron al suelo para construir más bloques. Ahora tenemos cinco centros y no se hace nada. Aquí sólo hay bares'.

Llega Fernando, otro vecino con memoria. 'Anda, ponme un coñac para los nervios'. Fernando recuerda cómo vivían seis y siete familias en un mismo piso. Pagaban 75 pesetas de alquiler. Ahora pagan unas 20.000, pero muchos no cobran más que el sueldo mínimo, otros una pensión de 60.000 pesetas. 'El barrio está abandonado', cuenta Nicolás. 'Sólo existe una tienda prehistórica, pero no hay carnicerías ni pescaderías y algún día cerrarán la escuela porque muchos padres llevan a sus hijos fuera de aquí'. Hace seis años Nicolás ganó 40 millones en una quiniela. Se gastó cinco en dos macrofiestas para el barrio. 'Nunca lo olvidaremos', cuenta Toni, el más joven del grupo. 'Aquí la fiesta de barrio consiste en cuatro guitarristas improvisados y uno que canta. Nada más'.

El bar se va llenando de gente. Me llega un olor a sopa, pero no sé de dónde sale. Mi vecino de barra pide el segundo trago, que consiste en algún licor de botella desconocida con gaseosa. Les pregunto por la repercusión del desalojo de las viviendas de Can Tunis, su barrio vecino. Todos ponen cara de póquer, aunque antes alguien me había informado mejor que ellos. 'Yo tengo un negocio y no puedo hablar', me suelta Nicolás. 'Aquí hay de todo', comenta otro. La realidad es que la droga se mueve por el barrio, y sus mafias también. Pero prefieren ignorarlo, como tantas cosas, y vivir cada cual su vida. Al salir nos encontramos a un hombre que vende pescado por la calle. Más allá están las parcelas del huerto que han cedido a los jubilados; parecen un vergel en medio de tantos bloques. Antes de salir a la ronda, de paso por Can Tunis, veo el autobús 38, que se para: un tropel de hombres y mujeres encorvados y escuálidos saltan y, corriendo, se esparcen bajo el puente.

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