Sueño, mal humor y móviles echando humo
El aeropuerto de El Prat, con sus alrededores totalmente anegados, no era ayer un lugar agradable. Y es que tras 48 horas de de cancelaciones y retrasos en los vuelos, los ánimos estaban encrespados. Había viajeros durmiendo en los bancos, pasillos llenos y caras de pocos amigos que miraban hipnotizadas los paneles informativos.
A media tarde, un viajero y una limpiadora discutían ante una situación en la que los dos tenían razón: el hombre quería ir al único lavabo existente en la terminal A, pero la trabajadora se lo impidió porque lo estaban arreglando: se había inundado a causa de l...
El aeropuerto de El Prat, con sus alrededores totalmente anegados, no era ayer un lugar agradable. Y es que tras 48 horas de de cancelaciones y retrasos en los vuelos, los ánimos estaban encrespados. Había viajeros durmiendo en los bancos, pasillos llenos y caras de pocos amigos que miraban hipnotizadas los paneles informativos.
A media tarde, un viajero y una limpiadora discutían ante una situación en la que los dos tenían razón: el hombre quería ir al único lavabo existente en la terminal A, pero la trabajadora se lo impidió porque lo estaban arreglando: se había inundado a causa de las tormentas del miércoles. El enfrentamiento acabó en insultos a las madres respectivas. Mientras las azafatas de AENA atendían en sus centros de información a numerosos pasajeros con un sinfín de preguntas para las que no tenían respuesta, los que esperaban pacientemente en la cola usaban sus móviles con fruición: 'Llego tres horas más tarde', 'hoy, al final tampoco salgo', 'esto no hay quien lo aguante'. C. T., una trabajadora de AENA, explicaba en inglés a dos bostonianas que el retraso de su vuelo a Londres se debía al efecto dominó: los vuelos llegaban tarde porque su aparcamiento en las pistas estaba ocupado por otro avión que, a su vez, utilizaba una plaza previamente reservada a otro, y así sucesivamente.
Fuera, volvía a llover y una decena de autocares esperaban a turistas con viajes concertados que no se sabía cuándo llegarían. 'Llevamos esperando tres horas y aún no sabemos nada', señalaba un conductor. A su lado una familia alemana esperaba el autobús que les había de llevar al hotel: esa noche tampoco dormirían en Berlín. Sabine, una ejecutiva belga, preguntaba a quien quisiera responderle cómo llegar a París y poder coger un tren hacia Bruselas, ya que su vuelo se había cancelado. 'Dios mío, mañana tengo que estar trabajando', musitaba. Todos se encogían de hombros y contemplaban el cielo plomizo desde los cristales del aeropuerto.