Tribuna:

Ante el desafío del nacionalismo vasco

No apagados los ecos de la respuesta del nacionalismo moderado a la decisión del juez Garzón y a la nueva Ley de Partidos Políticos, se ha producido el pronunciamiento de Ibarretxe en el Parlamento de Vitoria en defensa de un proyecto de reforma del marco estatutario vasco que desborda las previsiones constitucionales y apunta un proyecto político para el País Vasco dentro de la más estricta ortodoxia nacionalista. La campaña del PNV-EA en contra del proceso de ilegalización de Batasuna ha podido sorprender a algunos sectores de la opinión española. Menos, a aquellos sectores de la opinión vas...

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No apagados los ecos de la respuesta del nacionalismo moderado a la decisión del juez Garzón y a la nueva Ley de Partidos Políticos, se ha producido el pronunciamiento de Ibarretxe en el Parlamento de Vitoria en defensa de un proyecto de reforma del marco estatutario vasco que desborda las previsiones constitucionales y apunta un proyecto político para el País Vasco dentro de la más estricta ortodoxia nacionalista. La campaña del PNV-EA en contra del proceso de ilegalización de Batasuna ha podido sorprender a algunos sectores de la opinión española. Menos, a aquellos sectores de la opinión vasca conocedores de una estrategia peneuvista consciente de los riesgos que una eliminación del terrorismo implica para su hegemonía política.

Quienes pensamos que una derrota de ETA supondrá la eclosión del pluralismo político en el País Vasco y, con esta eclosión, la resituación del nacionalismo vasco en la posición política relativamente modesta que le ha deparado la historia del País Vasco en el primer tercio del siglo XX, no nos podemos sorprender demasiado de los temores que despiertan en el PNV unas decisiones judicial y política que amenazan con debilitar las bases políticas y sociales del terrorismo. El nacionalismo moderado se mueve entre un rechazo, que hay que estimar sincero, de los efectos sangrientos del terrorismo y una intuición acerca de los riesgos que para su hegemonía política supondría su eliminación sin alcanzar previamente unas ventajas políticas. Aquí radica la base de toda la confusión y ambigüedad ante el tema de ETA por parte del complejo PNV-EA.

El pronunciamiento de Ibarretxe culmina una estrategia peneuvista que lleva tiempo incubándose y en la que forma parte importante la hipótesis de alcanzar logros políticos inmediatos a cambio del fin del terrorismo. Ante esta estrategia es indispensable organizar una respuesta desde dentro y desde fuera de la sociedad vasca. La estrategia desde dentro no puede ser otra que la preparación de un frente electoral de los partidos constitucionalistas que tenga como base una movilización social capaz de traducirse en unas candidaturas electorales que den el espacio que merecen a las voces que estos últimos años se han hecho oír en Euskadi. Esta es la estrategia política fundamental. Es la que puede conducir a un triunfo electoral capaz de desalojar al nacionalismo del poder y, en un segundo momento, de permitir un acuerdo con él una vez que lleve a cabo su reconversión ideológica en el marco de la oposición política. Esta es una estrategia, sin embargo, que necesita tiempo, que no puede ser acelerada, y que debe ir madurando en las próximas elecciones municipales, si es que se dan las condiciones mínimas para que estas elecciones puedan celebrarse. Se trata de un camino político que necesita del acuerdo del Partido Popular y el Partido Socialista tanto en el País Vasco como en el conjunto de España y que requiere un proceso de movilización social en el País Vasco similar al llevado a cabo en determinados procesos de transición a la democracia en la vida europea.

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La respuesta desde fuera tiene que ver con reacciones de tipo institucional y de tipo ideológico. Serían las primeras aquellas medidas que el Gobierno central puede adoptar en el marco legal ante el desafío nacionalista. Es innecesario subrayar la necesidad de prudencia y de calma en esta reacción. Pero, pese a ello, no puede descartarse el recurso a las previsiones constitucionales en defensa de la legalidad. Contra los comentarios que se han podido escuchar a lo largo de estos días sobre la improcedencia de recurrir a estas medidas de excepción, parece conveniente una meditación sobre su oportunidad. La atrofia de una previsión constitucional no parece una decisión razonable. Pero más allá de esta constatación, habría que valorar los costes y beneficios que un recurso a medidas de esta naturaleza habrían de tener en la política vasca.

Contra lo que pudiera parecer en una primera aproximación, el gran perdedor de un hipotético recurso a medidas de defensa de la Constitución no sería otro que el PNV. La intervención por parte del Gobierno central en los recursos político-administrativos de la Comunidad Autónoma Vasca tendría un efecto paralizador de la utilización que los partidos nacionalistas moderados hacen de su poder en Vitoria. La sociedad vasca no quiere recorrer otro camino que el que asegure la normalidad de su vida política en un contexto de creciente desarrollo de sus niveles de bienestar. Una situación de intervención estatal en el Gobierno autónomo no puede traducirse sino en un incremento de la desconfianza de la sociedad vasca en el PNV como gestor de su vida pública. En definitiva, el recurso a una situación de excepción habrá de traducirse normalmente en una erosión del poder nacionalista en el marco de una sociedad hambrienta de normalidad y estabilidad.

Hay buenas razones para demorar al máximo el recurso a la intervención. Deberán antes agotarse todos los medios políticos capaces de garantizar las reglas de juego en la política vasca. Pero, lejos de rechazarse como imposible ese recurso, habrá que tenerlo previsto por si las cosas se agravan mediante la asunción por los dirigentes del PNV de nuevos desafíos al orden constitucional. Se entiende que los demócratas españoles traten de evitar el recurso a una situación que tiene innegables caracteres de excepcionalidad. Pero si las circunstancias hacen inevitable el envite, hará mal el sistema político español en ignorar unos mecanismo constitucionales cuya aplicación es en principio más costosa para quienes no dudan en provocarlos que para quienes responden a la provocación.

Lo que en todo caso nunca será funcional en la resolución del contencioso vasco es transmitir una imagen de indecisión y temor a la asunción por parte del Estado de aquellos medios que sean necesarios para la defensa del orden constitucional. Los dirigentes del PNV deben saber que detrás del Gobierno de España está el conjunto de la sociedad española dispuesto a respaldar aquellas decisiones que se estimen indispensables para el mantenimiento del Estado de Derecho y la normalidad constitucional. Que toda la voluntad de llegar a acuerdos con el nacionalismo vasco es compatible con el cumplimiento de la legalidad. Y que el Estado español no dudará en adoptar todas aquellas medidas que aconsejen los acontecimientos. Sería un lamentable error que el sentimiento sabiniano, la visión de España como un país de bailadores y toreros, inspirase a los dirigentes peneuvistas otra percepción de los hechos.

Hay otra reacción, en el terreno ideológico, por parte del Gobierno central que cabe esperar. Es la elaboración de un discurso político en positivo respecto al conjunto de la sociedad vasca. Los ciudadanos de Euskadi tienen que acostumbrarse a la acción de un Gobierno central que también es el suyo, que se siente íntimamente preocupado por su pacificación y su bienestar. Hay que hacer llegar al País Vasco el convencimiento de que los sentimientos mayoritarios del conjunto de la sociedad española hacia él son de solidaridad y de fraternidad. Que el objetivo de hacer de Euskadi una sociedad más libre y más próspera es un objetivo prioritario para España. Que el Estado español se considera un agente eficaz para la gestión de los intereses de los vascos en el actual momento de la vida europea e internacional. Que no son solamente razones de pasado, sino de futuro, las que justifican un encaje armonioso del País Vasco en el conjunto español. Sin duda es difícil compatibilizar este discurso con la defensa del orden constitucional, pero es indispensable hacerlo con decisión e imaginación si queremos alcanzar la definitiva superación de un contencioso cuyo mantenimiento no podemos aceptar como un dato inevitable. Máxime cuando tenemos en cuenta la deriva que el mismo va adquiriendo y su 'vis' expansiva en el marco de nuestro Estado autonómico.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.

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