Tribuna:

Cuidar a los mayores

La esperanza de vida en nuestras sociedades no deja de crecer. De esta manera se va incrementando el número de personas mayores o muy mayores. En Barcelona ciudad el porcentaje de ciudadanos mayores de 65 años ronda ya el 20%. Como es obvio, la recomposición demográfica de nuestra comunidad viene acompañada de cambios muy evidentes en los itinerarios vitales de la gente, sus necesidades, y es normal suponer que cambiarán también notablemente sus demandas y sus expectativas. La vida cotidiana de ese gran número de personas de más de 65 años, con esperanzas fundadas en muchos de ellos de vivir 2...

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La esperanza de vida en nuestras sociedades no deja de crecer. De esta manera se va incrementando el número de personas mayores o muy mayores. En Barcelona ciudad el porcentaje de ciudadanos mayores de 65 años ronda ya el 20%. Como es obvio, la recomposición demográfica de nuestra comunidad viene acompañada de cambios muy evidentes en los itinerarios vitales de la gente, sus necesidades, y es normal suponer que cambiarán también notablemente sus demandas y sus expectativas. La vida cotidiana de ese gran número de personas de más de 65 años, con esperanzas fundadas en muchos de ellos de vivir 20 o 30 años más, nos plantea a todos, allegados o no, muchas cuestiones aún sin resolver. Y los impactos son evidentes en las familias, en las relaciones de género, en la vivienda, en las opciones de ocio o en la movilidad. Las políticas que se han ido conformando a lo largo de estos años en relación con ese colectivo deberán también ir cambiando, aunque, por ahora, el tema no ocupa en la agenda política el lugar que se merecería.

Todos tenemos una imagen más o menos idílica, recreada ahora por anuncios de embutidos y lácteos de todo tipo, que nos retrotrae a ese hogar en el que se entremezclaban generaciones, y donde los mayores explicaban historias y aleccionaban a nietos, mientras descansaban en una mecedora o avivaban el fuego. Esa imagen campestre, preindustrial, en la práctica era mucho menos idílica de lo que ahora nos puede parecer. Las dificultades para sobrevivir, las carencias de todo tipo, impulsaban un modelo de familia y de hogar plagado de obligaciones, de jerarquías y de necesidades marcadas por las tradiciones. Los intereses de la casa, de la familia, de la continuidad restringían voluntades, moldeaban biografías o imponían sacrificios mal digeridos. Las interdependencias creadas para sobrevivir obligaban y encerraban mucha violencia o conflictos y fricciones de todo tipo. A pesar de todo, eran también una fuente de apoyo mutuo entre generaciones, sometido a reglas muy precisas. Mucha gente se quedaba por el camino, muchos hermanos, muchas hermanas, muchos cuidados cruzados, muchos sacrificios, mucho trabajo, pocos recursos, pocas alegrías y menos años de estudio.

Hace unos meses tuve el placer de ser invitado a formar parte de un tribunal de tesis doctoral. No siempre esa labor académica resulta placentera, pero en este caso fue especialmente estimulante. Se trataba de una tesis, magníficamente escrita por Julio Pérez Díaz y dirigida por Anna Cabré, sobre las generaciones españolas nacidas entre 1906 y 1945. La riqueza de datos y lo sugerente de su interpretación nos desvela un mundo de lazos y vínculos familiares que explica mucho más de la formación de la España contemporánea que muchos ensayos de historia política o económica. Uno se da cuenta de que la posibilidad de trazar sus propios proyectos vitales era antes mucho menos posible que ahora. El enorme sacrificio de muchas generaciones y la mejora indudable de las condiciones sanitarias alargaron la vida, facilitaron que muchos pudiéramos hacer lo que a nuestros padres les resultó imposible, y crearon la base de acumulación de tiempo, energía y recursos que es el fundamento del milagro del desarrollo económico y social de la España del último tercio del pasado siglo. Son las generaciones de la posguerra las que forjan el tejido familiar que ha permitido la transición hacia la modernidad en el país. La familia ha desempeñado en ese proceso un papel central. Hasta el punto de que Julio Pérez afirma: 'El principal agente redistribuidor de riqueza en nuestro país no ha sido el Estado del bienestar, sino estas generaciones... El derroche de trabajo doméstico de sus madres y extradoméstico de sus padres'.

¿Dónde estamos ahora? Hemos seguido mejorando de forma imparable la capacidad de alargar la vida. Pero se nos resquebraja el zócalo familiar que sustentaba la capacidad de cuidar a mayores y pequeños. La familia no es asexuada. Han sido y son las mujeres las que han reinado en ese mundo privado del hogar, mientras los varones competían por los recursos en el exterior. Las mujeres han vivido para los otros, para sus maridos, para sus hijos, para sus mayores, para sus enfermos. Y ahora, a pesar de que han logrado acceder a la formación, a pesar de que tratan de trazar sus propios proyectos vitales y profesionales, a pesar de los positivos cambios normativos, siguen siendo, según todos los estudios disponibles, las que siguen cuidando a los mayores. La retórica nos habla de compaginar trabajo y familia, pero cada día es más difícil sostener que ello sea posible sin tensiones y traumas, en un entorno laboral precario y muy presionante. En 1989 se publicó un estudio en Estados Unidos que cifraba en 11 años y medio el tiempo que como promedio una mujer dedicaba a lo largo de su vida a todo tipo de trabajos relacionados con el cuidado, mientras que en el caso de los hombres ese tiempo se reducía, en toda su vida, a medio año.

¿Quién va a cuidar a ese creciente número de personas mayores con muchos años de vida por delante? ¿Seguirán estando disponibles las mujeres para realizar esa labor que condiciona enormemente sus itinerarios vitales? La revolución tecnólogica o la sofisticación sanitaria puede alargar la vida, pero no parece que pueda cuidar a la gente. No es un problema únicamente de pactos intergeneracionales, como muchas veces hemos oído. Es también, y ante todo, un pacto de solidaridad entre sexos, entre hombres y mujeres, lo que precisamos. Es evidente, además, que, como ya está ocurriendo, esta situación no será la misma para quien pueda pagar y sufragar su cuidado que para quien no pueda hacerlo. La desigualdad social empieza a ser tremendamente descarnada y brutal en esas etapas vitales. Leía en un libro de Ulrich y Elisabeth Beck un proverbio judío que afirma que 'llorar es más fácil cuando tienes dinero', y ellos mismos citan una adaptación del mismo que dice: 'Morir es más digno cuando tienes dinero'. Pero, no es sólo un problema de recursos económicos, es también un problema de imaginación política y social el encarar ese tema y buscar vías para asegurar ciertos niveles de dignidad en esos últimos estadios de la vida. Y conviene hacerlo tratando de encontrar soluciones plurales para un colectivo que es y que cada vez será más y más diverso y plural. Facilitando su autonomía y el mantenimiento en su entorno, evitando la exclusión, favoreciendo su identidad. Reconstruyendo en definitiva su condición de ciudadanos.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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