Columna

Colofón

Pasé dos veranos en Budapest y los calores de allí poco tienen que envidiar a los que soportamos en nuestra capital mesetaria. He abusado de la paciencia de los lectores y la condescendencia de este periódico, intentando referir en sus columnas una mínima parte de lo que fue el episodio de los hebreos en Hungría, revisando algunos lugares comunes que estimo divorciados de la verdad. Se llega a la beatificación laica del que fue encargado de Negocios español, Ángel Sanz Briz, un excelente diplomático enfrentado a situaciones anómalas y difíciles, que resolvió con eficacia. En circunstancias exc...

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Pasé dos veranos en Budapest y los calores de allí poco tienen que envidiar a los que soportamos en nuestra capital mesetaria. He abusado de la paciencia de los lectores y la condescendencia de este periódico, intentando referir en sus columnas una mínima parte de lo que fue el episodio de los hebreos en Hungría, revisando algunos lugares comunes que estimo divorciados de la verdad. Se llega a la beatificación laica del que fue encargado de Negocios español, Ángel Sanz Briz, un excelente diplomático enfrentado a situaciones anómalas y difíciles, que resolvió con eficacia. En circunstancias excepcionales, el hombre reacciona condicionado por los medios de que dispone. Creo que Sanz Briz se mantuvo entre unos límites fuera de las normas a las que se atienen los diplomáticos y las personas en general. En aquel periodo, que tuvo inicio en la descarada ocupación alemana del país, a comienzos de marzo de 1944, vivimos bajo el sistemático bombardeo de las 'fortalezas volantes' americanas que, salvo rara vez, machacaban sólo los objetivos industriales estratégicos, desde una altura que las hacía casi invulnerables a las defensas antiaéreas. Muy poco después de instalarse la mortífera rutina, la vida fluía con la normalidad a la que se adapta el ser humano en cualquier ocasión.

No conozco el número, ni aproximado, de las vidas que salvaguardó Sanz Briz. Su cualidad de diplomático y su carácter ordenado y reglamentista hacen, precisamente, más valiosa la tarea, pero siempre, en condiciones críticas, se toman decisiones extremas. Algo excepcional debió ver en el italiano Giorgio Perlasca para confiarle los recursos -muy escasos- de una legación aislada y sin reservas económicas. Acertó de pleno. Que no contara conmigo -uno de los tres o cuatro españoles que residíamos en Budapest- nada tiene de extraño. Me facilitó un documento por el que se declaraba mi vivienda amparada por el Estado español y una bandera. No podía hacer nada más. Ni yo le hubiera prestado ayuda estimable. Conocí, de forma muy directa, que conservó la vida del director de la revista católica Nouvelle Revue, llamado Balogh, judío católico a quien llevó en su automóvil, disfrazado de sacerdote, hasta la nunciatura. Como algo escuchado personalmente, la acogida de dos mujeres, de fama naciente, las hermanas Zsa-zsá y Eva Gabor -que rondaban los 20 años de edad- y otra gente.

El control de los nazis y la mimética y peligrosa policía húngara colaboracionista hacían muy difíciles los movimientos de un diplomático neutral, cualidad compartida con suecos, suizos, portugueses y la representación del Vaticano. Cada cual hizo lo que pudo y permitía el estado de nervios y derrotismo de los ocupantes germanos, había poco margen para el papel de Pimpinela Escarlata. Por orden de eficacia, según mi discutible criterio, creo que en primer lugar figura la Iglesia católica de Hungría y su valeroso y activo enfrentamiento contra el omnipotente invasor, representada por el príncipe primado, el cardenal Justiniano Seredy. Después, la impresionante tarea que, iniciada por Sanz Briz, llevó a cabo aquel italiano. En algunos relatos se menciona al asesor jurídico honorario de la legación de España, hombre a quien traté y estimé: Zoltan Farkas. Era judío y la versión de su muerte no coincide con mi recuerdo. Nada de una bala perdida en las calles, sino el ametrallamiento, justo ante la puerta de la legación española, sin poder franquearla cuando hasta allí era perseguido por la Gestapo. He cavilado, sin confirmación alguna, que quizá ese percance retrajo a Sanz Briz para aceptar los parabienes que se le echaron encima.

No espero tener otra ocasión en lo que me quede de vida, y he confirmado, recientemente, con mi esposa -compañera en gran parte de aquella odisea- que salvamos la vida a diez o doce personas, exclusivamente a mi costa. Un superviviente, jubilado de su profesión de químico, reside en Ginebra y mantengo frecuente relación con él. Seis o siete hebreos, dos italianos de Badoglio -en realidad, comunistas, lo que entonces ignoraba-, un periodista francés y otras personas que entraban y salían de mi casa con la complicidad de mi mujer y mis protestas, al pensar que las provisiones eran muy limitadas. En tales circunstancias, cada cual hace lo que puede, sin reparar en las consecuencias. Y eso es lo que pasaba hace 58 años. En mi variada y larga biografía, aquellas ocurrencias han quedado hondamente grabadas. Difícil de condensar en las columnas de un periódico.

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