Columna

¡Conflictos de clase, por favor!

El debate sobre el estado de la nación no sólo sirve para tomarle el pulso al liderazgo. Es también una magnífica ocasión para acercarse a los problemas políticos del país y observar de paso las propuestas de solución que cada cual ofrece. Dejemos fuera el extravagante caso del islote Perejil, que sirvió para recordarnos cómo en el cuerpo del Estado quedan todavía rabadillas producto de una anterior fase de su evolución, y vayamos a los que más contaron. Los dos grandes problemas o conflictos de este curso político fueron el ultimátum vasco y las consecuencias de la ruptura del diálogo entre G...

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El debate sobre el estado de la nación no sólo sirve para tomarle el pulso al liderazgo. Es también una magnífica ocasión para acercarse a los problemas políticos del país y observar de paso las propuestas de solución que cada cual ofrece. Dejemos fuera el extravagante caso del islote Perejil, que sirvió para recordarnos cómo en el cuerpo del Estado quedan todavía rabadillas producto de una anterior fase de su evolución, y vayamos a los que más contaron. Los dos grandes problemas o conflictos de este curso político fueron el ultimátum vasco y las consecuencias de la ruptura del diálogo entre Gobierno y sindicatos. Seguramente estarán de acuerdo conmigo en que, salvadas las refriegas con Anasagasti, la mayoría de los enfrentamientos directos tuvieron por objeto cuestiones relacionadas con el segundo de ellos. Quizá por la misma proximidad de la huelga general. Pero imagino que, a pesar de su menor perfil en los debates, nadie duda de que el problema de auténtica relevancia es el tema vasco.

Por mucho ruido que hagan los conflictos que giran en torno a la 'cuestión social', la sensación general es que pueden ser negociados e integrados por el sistema. No es ésta, sin embargo, la impresión que todos tenemos de la deriva que ha tomado el conflicto vasco. Y ello por su misma naturaleza de conflicto identitario. A este respecto no está de más recordar al siempre sagaz Alfred Hirschman, cuando distingue entre conflictos 'divisibles', que suelen ser aquellos que tienen que ver con la distribución de algún bien, y conflictos 'indivisibles', que afectan sobre todo a consideraciones sobre la identidad o el ser de alguien. Los primeros, los 'conflictos de interés', suelen incidir sobre 'un más o menos', mientras que los segundos lo hacen sobre 'una cosa u otra', 'o esto o lo otro' ('o se es vasco o se es español', por referirnos al caso en cuestión). La idea es que unos son 'negociables', se prestan al compromiso y la componenda, mientras que otros impiden cualquier tipo de transacción, ya que lo que se piensa que está en juego es la propia identidad. O se es de una manera o de otra. Aunque el problema de este tipo de conflictos es que quienes reivindican una identidad muchas veces se resisten a clarificar qué es lo que desean en realidad; o, lo que es lo mismo, en qué se concreta en la realidad empírica una identidad que casi siempre aparece mistificada. ¿Cómo vamos a poder negociar algo sobre la propia identidad cuando no sabemos en qué consiste lo que 'somos'? O cuando lo vamos redefiniendo de forma que nunca sea posible llegar a una 'transacción'.

Contrariamente a la predicción marxista, los conflictos de clase no resultaron ser tan 'antagónicos' como para llevarse por delante el sistema capitalista y el de la democracia liberal. A la larga, tras grandes transformaciones en la propia estructura del capitalismo y en el mismo papel del Estado en la sociedad, pudieron ser integrados e incluso contribuyeron a robustecer aún más a los sistemas democráticos. Lamentablemente no puede decirse lo mismo del otro tipo de conflictos. Y dice Hirschman con cierta desesperanza: 'Cuando Benjamín Constant tuvo que enfrentarse al inquieto Napoleón, gritó lleno de nostalgia: '¡Que Dios nos devuelva a nuestros reyes holgazanes!'. De modo similar, cuando hoy experimentamos el nacimiento y el renacimiento de conflictos en torno a cuestiones no-divisibles, nos apetece exclamar: '¡Que Dios nos devuelva el conflicto de clase!'.

El intento del nacionalismo vasco por colocarse fuera de la Constitución ha acentuado esta naturaleza 'indivisible' y no transaccional del conflicto en Euskadi. Ignora, sin embargo, el riego de entrar en una espiral que lo persigue también dentro de su propio territorio. De tener éxito el soberanismo, el adversario no será ya el Estado español, desde luego, sino un amplísima capa de su propia población. Cuanto mayor sea la polarización frente al Estado tanto mayor será también su repercusión hacia dentro. ¿No está acaso en interés de todos el hacer un esfuerzo por reubicar el conflicto en términos 'divisibles'?

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