Editorial:

Derechos y deberesante la huelga

En toda huelga general hay tres momentos decisivos: la batalla previa por los servicios mínimos en el transporte, la propia jornada de paro y la negociación ulterior. Los servicios mínimos en el transporte son habitualmente decisivos en la dimensión de la huelga. Sin embargo, su amplitud no es necesariamente el factor esencial de la negociación posterior, que depende del respaldo ciudadano a los sindicatos. Y ese respaldo se sustenta en buena medida en que los convocantes acrediten responsabilidad: respeto a los servicios mínimos y renuncia a la coacción de los piquetes.

No hay derechos...

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En toda huelga general hay tres momentos decisivos: la batalla previa por los servicios mínimos en el transporte, la propia jornada de paro y la negociación ulterior. Los servicios mínimos en el transporte son habitualmente decisivos en la dimensión de la huelga. Sin embargo, su amplitud no es necesariamente el factor esencial de la negociación posterior, que depende del respaldo ciudadano a los sindicatos. Y ese respaldo se sustenta en buena medida en que los convocantes acrediten responsabilidad: respeto a los servicios mínimos y renuncia a la coacción de los piquetes.

No hay derechos ilimitados. La Constitución remite a una ley la regulación de los servicios mínimos. En ausencia de tal ley, la responsabilidad de fijarlos corresponde a la Administración (central, autonómica, municipal) que tenga atribuida la competencia. La lógica de ese planteamiento es que la Administración arbitra entre los sindicatos convocantes y la empresa o empresas afectadas. El problema cambia cuando la huelga se dirige contra la Administración, como es el caso. Resulta discutible que sea una de las partes la que arbitre.

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Lo deseable sería un acuerdo negociado, aunque una sentencia del Constitucional de 1986 establecía que la negociación no es indispensable para la validez de la decisión administrativa. El Gobierno asegura que, en la parte que le corresponde, se ha limitado en términos generales a establecer los mismos servicios de la última huelga general, en enero de 1994, alegando (por boca de Aznar) que, en todo caso, tendrían que ser más amplios porque ahora hay tres millones más de ocupados. Esto último es una falacia, porque si hay más empleo también hay más servicios, y lo que se discute es el porcentaje respecto a los actuales, no a los de hace ocho años. Los sindicatos, por su parte, han dicho que no cumplirán unos servicios mínimos que consideran abusivos. Para ello invocan sentencias en las que los tribunales dieron la razón a sus recursos en este sentido, aunque meses después de la huelga. Esto tampoco es del todo exacto. En Madrid, por ejemplo, los tribunales confirmaron lo establecido por el Gobierno regional de Leguina en 1994.

Lo lógico sería que existiera un mecanismo rápido de resolución, como en los casos de convocatorias de manifestaciones prohibidas por la autoridad gubernativa. Que tal posibilidad no sólo es teórica lo demuestra el auto dictado ayer por el Tribunal Superior de la Comunidad Valenciana por el que suspende cautelarmente los servicios mínimos fijados por el Gobierno regional y convoca a las partes para que expongan sus alegaciones antes de fijar, hoy mismo, un criterio definitivo, y que el Supremo delibere hoy sobre los recursos sindicales contra el decreto gubernamental que dicta los servicios mínimos de televisión.

Al margen del aspecto jurídico, el acuerdo en esta batalla previa era improbable porque tanto el Gobierno como los sindicatos se han planteado el asunto de la reforma del desempleo como un pulso de poder. El Gobierno, con su planteamiento unilateral de unas medidas que, al implicar recortes de derechos, debían haber sido el resultado de una negociación con contrapartidas sociales; los sindicatos, rechazando cualquier negociación si no se retiraba de entrada el proyecto.

La encuesta del CIS refleja que la mayoría de la población comparte los motivos de la huelga, pero no está decidida a participar en ella y piensa, abrumadoramente, que los sindicatos deben cumplir los servicios mínimos. Una traducción razonable de esos datos sería que la opinión mayoritaria considera abusiva la reforma del Gobierno, pero no está segura de que la respuesta adecuada sea una huelga general; y que su opinión definitiva sobre la misma depende de que existan o no factores coactivos.

Que unos sindicatos responsables digan que no piensan cumplir la ley es un síntoma de la persistencia de inercias anacrónicas. Las objeciones contra los servicios mínimos, en el sentido de que no pueden vaciar de contenido el derecho de huelga, carecen de sentido en referencia a los transportes cuando se trata de una huelga general. El derecho de unos miles de trabajadores de ese sector no puede condicionar de manera tan decisiva los de los cientos de miles (o millones) de cualquier sector que dependen de ellos para poder elegir entre hacer o no hacer huelga. El Gobierno ha adelantado su disposición a reanudar el diálogo con los sindicatos tras el 20-J, seguramente para evitar dar la impresión de que el diálogo es un efecto de la huelga. Pero los resultados de ese diálogo dependen de la responsabilidad que mañana acrediten las centrales.

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