Columna

Enclaves episcopales

La réplica inicial del Gobierno a la carta pastoral -Preparar la paz- publicada el pasado jueves por los obispos del País Vasco resulta difícilmente comprensible para la opinión laica de una sociedad secularizada. El 'disgusto y malestar' expresado por el ministro Piqué al nuncio a propósito de ese documento episcopal y la queja presentada a la Secretaría de Estado del Vaticano por el embajador ante la Santa Sede parecen sacados de la guardarropía de un polvoriento drama histórico; a comienzos del siglo XXI, el desplazamiento al ámbito diplomático de los conflictos entre los gobernantes...

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La réplica inicial del Gobierno a la carta pastoral -Preparar la paz- publicada el pasado jueves por los obispos del País Vasco resulta difícilmente comprensible para la opinión laica de una sociedad secularizada. El 'disgusto y malestar' expresado por el ministro Piqué al nuncio a propósito de ese documento episcopal y la queja presentada a la Secretaría de Estado del Vaticano por el embajador ante la Santa Sede parecen sacados de la guardarropía de un polvoriento drama histórico; a comienzos del siglo XXI, el desplazamiento al ámbito diplomático de los conflictos entre los gobernantes de un Estado democrático y los ciudadanos de su misma nacionalidad administradores de una confesión religiosa resulta esperpéntico. La reclamación del ministro de Asuntos Exteriores ante la Santa Sede no ha tenido -al menos hasta ahora- más éxito que la protesta doméstica cursada simultáneamente a la Conferencia Episcopal.

¿Cómo cuadra este pintoresco episodio con el artículo 16 de la Constitución de 1978, según el cual 'ninguna confesión tendrá carácter estatal?'. El escandaloso precio cobrado por el Vaticano a Franco a cambio de la ayuda interior e internacional prestada durante la guerra y el temor de los Gobiernos de la transición a las consecuencias desestabilizadoras para las instituciones democráticas de una política dirigida a mermar las abusivas ventajas arrancadas por la Iglesia a la dictadura contienen la respuesta a esa pregunta. El Concordato de 1951 confirió exorbitantes privilegios a la jerarquía católica en materias propias de la soberanía estatal: desde fondos presupuestarios y beneficios fiscales hasta el control de la educación, pasando por la policía de las costumbres y la censura de publicaciones y espectáculos; los acuerdos de 1979 consagraron la cesión de un enclave clerical dentro del Estado no confesional a los obispos de designación vaticana.

Lejos de limitar ese ámbito de extraterritorialidad, Aznar ha promovido hasta ahora su expansión. La aparición cómico-picaresca del ecónomo del Arzobispado de Valladolid en el escándalo de Gescartera permite vislumbrar cómo la Iglesia administra los dineros recibidos del Estado o de los fieles y se aprovecha de las exenciones fiscales. El sonrojante regalo hecho a la Conferencia Episcopal Española por la ministra de Educación, dispuesta a situar el adoctrinamiento catequístico dentro de la Ley de Calidad como una asignatura de Sociedad, Cultura y Religión, marcha en paralelo con la discriminación laboral padecida por los profesores que los obispos contratan para propagar el catolicismo.

Como sucede con las muñecas rusas, el enclave dentro del Estado no confesional administrado por la Conferencia Episcopal contiene otro espacio autónomo: la Iglesia del País Vasco. El emparejamiento matrimonial entre nacionalismo y clero se remonta a los tiempos de Sabino Arana y del proyecto de Gibraltar vaticanista descrito por Indalecio Prieto durante la etapa republicana: si el texto Preparar la paz refleja las actuales ideas del PNV, la truculenta proclama difundida dos días después por 358 belicosos sacerdotes está al servicio de Batasuna. A diferencia del combativo documento de los curas radicales, la moderada carta pastoral condena de manera rotunda a ETA (incluidos sus cómplices), muestra preocupación por los concejales del PP y del PSOE sometidos a las amenazas terroristas y admite el pluralismo de identidades compartidas dentro del País Vasco. El desaforado rebote del Gobierno ante la carta pastoral tiene otros motivos: abstracción hecha de sus referencias a la tortura y al acercamiento de los presos, los puntos más oscuros del texto son la descalificación sin ningún argumento jurídico o moral de la Ley de Partidos, la condena equidistante de la 'fuerza ciega' y del 'puro imperio de la ley' como vías para construir 'la casa común' vasca y el pragmático rechazo de cualquier forma de ilegalización del brazo político de la banda terrorista, 'sean cuales fueren las relaciones existentes entre Batasuna y ETA'. Pero la Ley de Partidos no es la primera norma sometida a presiones episcopales en su tramitación parlamentaria: los obispos (españoles y vascos) también intentaron impedir años atrás, con la connivencia entonces no del PNV, sino de los populares, la aprobación de las leyes de divorcio, del aborto y de la enseñanza.

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