Tribuna:

Límites y desigualdad

Decía Kenneth Boulding que quien crea que el crecimiento puede durar por siempre jamás en un mundo finito o es un loco o es un economista. En todo caso, hasta hace muy poco se ha razonado como si la Tierra fuera inacabable en sus espacios y recursos, y sólo muy recientemente se admiten de forma oficial dos verdades obvias: la Tierra tiene límites finitos y la acción del hombre en su planeta presenta claras limitaciones.

Es cierto que, gracias a informes como los que cada año presenta el Worldwatch Institute, se empieza a pensar distinto, pero no se ha dejado de actuar en el mismo sentid...

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Decía Kenneth Boulding que quien crea que el crecimiento puede durar por siempre jamás en un mundo finito o es un loco o es un economista. En todo caso, hasta hace muy poco se ha razonado como si la Tierra fuera inacabable en sus espacios y recursos, y sólo muy recientemente se admiten de forma oficial dos verdades obvias: la Tierra tiene límites finitos y la acción del hombre en su planeta presenta claras limitaciones.

Es cierto que, gracias a informes como los que cada año presenta el Worldwatch Institute, se empieza a pensar distinto, pero no se ha dejado de actuar en el mismo sentido que antes, como si todos los recursos contenidos en la diminuta nave espacial que nos soporta existieran en cantidades sin fin, y como si pudiéramos ir aumentando cada día los desechos que producimos, sin consecuencias. Así, aún ahora y en cada ejercicio nacional, los indicadores que miden el funcionamiento del sistema económico señalan que todo va bien sólo si se produce y se consume cada año más que el anterior. Ése es el objetivo: producir y consumir hoy más de lo que se produjo y se consumió ayer. Para ello, se sepa lo que se sepa sobre los límites, todas las decisiones importantes prescinden de la notable diferencia que existe entre los recursos renovables y los que no lo son. Casi nada apunta a un consumo prudente de estos últimos bienes y se toman pocas acciones para basar los modelos de producción y de consumo en el uso preferente de todo aquello que depende de lo único que cada día se nos regala desde fuera: la energía del sol.

Por otro lado, un número creciente de trabajos muestra que la desigualdad en el mundo es enorme. Ahora no lo dicen unos cuantos pesimistas, lo afirma Naciones Unidas, por ejemplo. Según esas fuentes, la distancia socioeconómica entre países extremos no es la que pudiera existir entre diversos grados de bienestar, sino la que media entre una notable riqueza, inédita en la historia de la humanidad, y la miseria más completa, desconocida también hasta ahora, al menos por lo que se refiere a su cantidad. Hasta el punto de que se admite que 1.300 millones de personas viven actualmente en la pobreza absoluta, que durante los últimos 30 años murieron de hambre 300 millones de humanos y que hoy en día se da por desahuciados a otros 600 millones más. El creciente consumo de recursos no está sirviendo, por tanto, para disminuir las diferencias, y ni siquiera para alimentar a todo el mundo. Por el contrario: las desigualdades y los desheredados aumentan de manera evidente.

Hasta no hace mucho, un argumento optimista vencía en todas las discusiones: los países desarrollados debían proseguir su carrera de crecimiento ilimitado y aquellos aún en vías de desarrollo seguirían detrás, alcanzando poco a poco los niveles medios, más tarde otros superiores, y puesto que nadie ha hablado nunca de países eternamente en vías de desarrollo, se conseguiría por fin el objetivo de igualar a todos por arriba. Ahora la aceptación de los límites del planeta y la comprobación del constante aumento de las desigualdades obliga a dudar de esa coartada. Sencillamente, para que todos los humanos alcanzasen el nivel de consumo promedio actual de Estados Unidos o de la Unión Europea, harían falta dos nuevos planetas Tierra, y cuando la población mundial se estabilice en 10.000 millones se precisará añadir otros tres.

A la espera de esa dura tarea de creación planetaria, el sencillo concepto de huella ecológica, desarrollado por autores como Mathis Wackernagel y William E. Rees, permite relacionar la cuestión de los límites con la de la desigualdad y plantea ineludibles reflexiones de orden ecológico, económico, geopolítico y ético. Huella ecológica es la superficie de espacio natural requerida por una persona, una ciudad o un país para funcionar, es decir, para obtener el oxígeno, los recursos y la energía que precisan, y para deshacerse de los residuos que generan. Los científicos han calculado que a cada uno de los 6.000 millones de humanos actuales le corresponden 1,7 hectáreas de área productiva biológica para su sostenimiento. Pues bien, los norteamericanos están utilizando ya ahora 4,5 hectáreas por individuo. Para que toda la población actual viviera según los estándares de Estados Unidos, se requerirían 26.000 millones de hectáreas, es decir, se necesitarían dos planetas Tierra adicionales, y con los 10.000 millones de habitantes previsibles en el futuro, se precisarían algunas Tierras más para permitir que todo el mundo gozase del sueño americano.

Pero se puede llegar a conclusiones parecidas con ejemplos más cercanos: Holanda depende hoy en día de la productividad ecológica de un área (su huella ecológica) casi 15 veces mayor que todo su territorio. Resulta, por tanto, evidente que en una única Tierra y de límites tozudamente finitos, no todos los países pueden beneficiarse de una huella ecológica varias veces mayor que sus propios territorios. No todas las naciones podrán ser importadoras de huella ecológica, comportándose como Estados Unidos u Holanda, ni todos los humanos podrán vivir como lo hacen los norteamericanos o los holandeses. Cálculos matemáticos más que elementales muestran que si en los países industrializados se consume tres veces el promedio mundial, ello supone que por cada sobreconsumidor han de existir tres infraconsumidores que utilicen una tercera parte del promedio. Y no es difícil extraer conclusiones que tienen que ver no tanto con posibles actuaciones solidarias como con un hecho del ámbito de la justicia: el de que unos territorios utilicen a los otros como huella ecológica para su propio beneficio.

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Para enderezar la situación se trata, por un lado, de aplicar una austera sensatez ecológica en los modelos de producción y de consumo de los países desarrollados, y por otro, de practicar una lógica decente, ésta sí global, en el reparto de los recursos. De lo contrario, se resentirán los sistemas naturales, crecerán los conflictos vinculados al control de los bienes escasos, será imparable el crecimiento de la desigualdad entre países ricos y pobres, y el futuro acentuará los problemas del presente: con una única Tierra, pero con dos humanidades.

Albert García Espuche es arquitecto e historiador.

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