Columna

Corazón vacío

Leo en los diarios que el corazón de la ciudad se vacía, que las grandes y las medianas empresas trasladan sus negocios a las afueras, parques empresariales, terrenos acotados, ciudadelas en las que los trabajadores están aislados para que se concentren sólo en su trabajo. El personal de las oficinas y los despachos que vivía su horario laboral rodeado de tentaciones a la vuelta de la esquina solía caer en ellas a menudo, los bares y las cafeterías bullían a todas horas con una parroquia que cumplía puntualmente los ritos del desayuno, el tentempié del mediodía y el aperitivo, arañando minutos...

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Leo en los diarios que el corazón de la ciudad se vacía, que las grandes y las medianas empresas trasladan sus negocios a las afueras, parques empresariales, terrenos acotados, ciudadelas en las que los trabajadores están aislados para que se concentren sólo en su trabajo. El personal de las oficinas y los despachos que vivía su horario laboral rodeado de tentaciones a la vuelta de la esquina solía caer en ellas a menudo, los bares y las cafeterías bullían a todas horas con una parroquia que cumplía puntualmente los ritos del desayuno, el tentempié del mediodía y el aperitivo, arañando minutos a su jornada de trabajo y arruinando su salud con alimentos que ni siquiera eran cardiosaludables, el café fuerte, la leche sin desnatar, los churros aceitosos y la bollería muy azucarada, la cerveza, el pincho de tortilla o la ración de callos.

Los oficinistas y empleados fumaban como locomotoras y la vida laboral se desarrollaba entre la bruma. Los pequeños comercios de la zona cumplían su función como proveedores suplementarios de artículos domésticos: 'Cuando vuelvas de la oficina no te olvides de comprar el pan y detergente para la lavadora', 'Mira a ver si te puedes acercar un momento esta mañana a la ferretería, mercería, pastelería, carnicerá, ultramarinos...'.

En el bar de al lado y en la tienda de la esquina, los 'escaqueados', que habían dejado su escaque, su cuadrícula laboral a deshoras, eran atendidos con preferencia y urgencia por camareros y dependientes sabedores de su situación. A la salida del trabajo, los que tenían la jornada partida no iban a comer a casa y se distribuían en una hospitalaria red de tabernas con menú o plato del día, restaurantes económicos o cafeterías de platos combinados. El café, la copa y el 'farias', que se terminaba ya en el puesto de trabajo, culminaban la sobremesa. Entre las tabernas existía una gran variedad de denominaciones de origen, mesones castellanos, chigres asturianos, bares gallegos, tabernas andaluzas... y la clientela se distribuía según sus propios orígenes, simpatías y preferencias.

Un paisaje a olvidar, un paisaje que debe provocar espasmos de terror en los mentores y gestores de las nuevas estrategias del empleo. El cambio de panorama implica el traslado a edificios presuntamente inteligentes, urnas de metal y cristal, hormigón y ladrillo, clavadas a las afueras de la ciudad, autosuficientes, con plaza de aparcamiento, cafetería (sin alcohol), restaurante, máquinas de café y bocadillos, y en las empresas que aún no han consumado su transformación, máquinas expendedoras de tabaco. Instrumentos que cumplen la doble función de mantener a los trabajadores dentro de los límites de su centro de trabajo, sometidos a las reglas y controlados por sus supervisores y al tiempo proveen a la empresa de unos ingresos suplementarios.

Por el momento tengo suerte, el único centro de trabajo al que acudo con cierta irregularidad está a la mitad de la Gran Vía, y a dos pasos de su puerta aún pueden encontrarse algunos vestigios del siglo XX, perdidos entre reclamos chillones de establecimientos de comida rápida, dinero rápido, sexo rápido y compra rápida, subsisten pequeñas tabernas y pequeños comercios entre edificios abandonados o sometidos a drásticas operaciones de vaciado quirúrgico.

Desde la octava planta de ese edificio de la Gran Vía se divisa una amplia panorámica de los tejados y los campanarios de Malasaña y aledaños, la estrecha embocadura de la malfamada calle de la Ballesta con sus decrépitos luminosos y sus neones fundidos y la sombras de la calle del Desengaño con sus zombis y sus fantasmas marginados, espectros que ofrecen carne y están en los huesos al servicio de una clientela de carcamales provectos y asilvestrados.

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En el escaparate de la Gran Vía, las carteleras de los cines compiten con los enormes pasquines de los andamios convertidos en paneles publicitarios por algún genio de la cosa. Cuando los trabajadores desplazados a los suburbios industriales retornan al centro de la ciudad los fines de semana, a menudo se dejan llevar por la nostalgia y se desvían de su itinerario para dejarse caer con la familia por el viejo bar de sus escapadas y sus pecados, siempre con la incertidumbre de no saber si en su lugar encontrarán un sex-shop o un cartel de 'Se traspasa'.

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