Tribuna:

Poder y responsabilidad

El problema va más allá de un caso particular. En el fondo, lo que ocurre es que la clásica división de funciones entre directivos y accionistas se ha desvanecido. Ahora los ejecutivos son juez y parte. El poder en la empresa ha seguido el mismo camino que el poder en la política: la delegación ha llegado tan lejos que lo más que se puede aspirar es a estar bien informados y cambiar de gestores cada cierto tiempo. El poder no está en el pueblo sino en manos de profesionales.

Un caso revelador de cómo las cosas habían dado un cambio radical en este sentido se produjo en nuestro país hace...

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El problema va más allá de un caso particular. En el fondo, lo que ocurre es que la clásica división de funciones entre directivos y accionistas se ha desvanecido. Ahora los ejecutivos son juez y parte. El poder en la empresa ha seguido el mismo camino que el poder en la política: la delegación ha llegado tan lejos que lo más que se puede aspirar es a estar bien informados y cambiar de gestores cada cierto tiempo. El poder no está en el pueblo sino en manos de profesionales.

La mayoría de los ejecutivos han encontrado una empresa en marcha y no arriesgan su dinero
Las viejas reglas de juego se han quebrado y los accionistas se encuentran indefensos

Un caso revelador de cómo las cosas habían dado un cambio radical en este sentido se produjo en nuestro país hace bastantes años, cuando a una pareja de empresarios, que se hicieron famosos por otras causas, se le ocurrió hacerse con un paquete de acciones mayoritario del Banco Central. Los llamados Albertos habían comprado un 14,5% del capital del banco y, dado que todo el Consejo de Administración no sumaba más allá de un 4%, pensaron que debían entrar en dicho consejo. Así se lo hicieron saber de manera nada agresiva. Ni siquiera reclamaron la presidencia o una posición de control.

Pues bien, ¡la que se armó! El consejo se lo tomó como una agresión personal y consiguió que aquellos accionistas, que tenían tres veces más acciones que todos los consejeros juntos, no pisaran la entidad. Si la ley o los reglamentos amparaba tal rechazo, estaba claro que se trataba de una legislación escasamente capitalista. El hecho de que el presidente de la entidad hubiera entrado en la misma como botones y hecho una meteórica carrera no significaba necesariamente que fuera más democrático. En realidad, el poder se había hecho más opaco y oscurantista.

En estos momentos, la mayor parte de los bancos nacionales, con la excepción bien conocida del Santander, no reúnen entre todos sus consejeros más allá de un 4-5% de las acciones del banco, algo que debe tener que ver con el hecho de que su número sea extravagante -hay consejos con más de treinta consejeros- y sus retribuciones sean aún más extravagantes -vienen a ganar una media de 80 millones por puesto- lo que no se corresponde con un sistema de gestión moderno, propio de entidades que deberían ser el colmo de la racionalidad económica.

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Hace poco, la multinacional sueco-suiza ABB, que atraviesa por una severa crisis, hacía pública su queja por las colosales retribuciones que sus dos últimos presidentes se habían llevado a casa en el momento de retirarse e informaba que iba a exigir la devolución de parte de las mismas. En concepto de beneficios y pensiones, uno había cobrado 98 millones de euros y el otro, 50 millones. No es sorprendente que la reclamación viniera acompañada de la acusación de que el anterior Consejo de Administración había tenido un comportamiento nada ortodoxo.

No soy en modo alguno partidario de limitar las retribuciones o beneficios de los verdaderos empresarios. Al fin y al cabo, los riesgos son altos y las posibilidades de acertar, escasas. Quienes han creado empresas, muchas veces partiendo de la nada, se tienen merecido lo que ganan. Pero, ¿qué ocurre con la mayor parte de los ejecutivos de este mundo? Han encontrado una empresa en marcha y no arriesgan ni su dinero ni su patrimonio. Son mucho más administradores que empresarios, garantes de una continuidad que visionarios (salvo a la hora de presentar balances), y sus retribuciones, aun suponiendo que incluyan una participación en beneficios, no les hace acreedores a la parte del león.

Últimamente se ha puesto de moda la extraña teoría, a mi juicio peligrosísima, de que hay que crear valor para el accionista mucho más a través de la cotización de la acción que por vía de dividendos. Una teoría especulativa y manipuladora que no es ajena al hecho de que muchos directivos han empezado a recibir acciones liberadas u opciones. La tentación de manipular la información para sostener cotizaciones bursátiles es evidente.

La economía de mercado no se caracteriza por no cometer errores; simplemente asegura que aprende de los que comete. Y hay que suponer que después del caso Enron se pondrá en marcha una reacción que saque partido de la experiencia. El caballo de batalla es, sin duda, el de la transparencia de la información y sus derivaciones. Una de ellas es el uso de información privilegiada por parte de asesores bursátiles.

La creación de una organización ejecutiva, compuesta por gestores profesionales, no vinculada al número de acciones poseídas, representó un avance objetivo en la mejora del funcionamiento de las compañías. Pero siempre se dio por supuesto que habría un consejo de administración como organismo de supervisión y, en el peor de los casos, una auditoría con capacidad de verificación. Entre ambos mantendrían el principio de que poder y responsabilidad van de la mano, algo que numerosos ejemplos desmienten. A este paso no habrá más remedio que inventar un órgano específico de control, o potenciar la vieja figura del consejo de vigilancia.

Las viejas reglas de juego, que permitían el equilibrio de poder, se han quebrado en algún momento, y los accionistas -muchos y muy pequeños- se encuentran indefensos. Y eso no es nada bueno para un sistema que tiene en la Bolsa una de sus fuentes fundamentales de financiación.

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