Columna

Mujeres sacerdotes

La mayoría de los estudios sobre el Nuevo Testamento, de la investigación histórica sobre el cristianismo primitivo y de las reflexiones teológicas actuales coincide en dos datos: que no existe vinculación intrínseca entre celibato y sacerdocio y que no hay razones de fondo para la exclusión de las mujeres del ministerio sacerdotal.

El celibato no se encuentra entre las exigencias de los seguidores y seguidoras de Jesús, como tampoco entre las obligaciones de quienes ejercían funciones ministeriales en las comunidades cristianas primitivas. No pertenece al núcleo doctrinal del cristiani...

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La mayoría de los estudios sobre el Nuevo Testamento, de la investigación histórica sobre el cristianismo primitivo y de las reflexiones teológicas actuales coincide en dos datos: que no existe vinculación intrínseca entre celibato y sacerdocio y que no hay razones de fondo para la exclusión de las mujeres del ministerio sacerdotal.

El celibato no se encuentra entre las exigencias de los seguidores y seguidoras de Jesús, como tampoco entre las obligaciones de quienes ejercían funciones ministeriales en las comunidades cristianas primitivas. No pertenece al núcleo doctrinal del cristianismo, y menos aún a los dogmas de la fe. Se trata de una norma disciplinar que se introduce en la Iglesia cristiana bajo la influencia de una concepción negativa del cuerpo y de una moral represiva de la sexualidad. Es, por tanto, reformable y debería hacerse cuanto antes. El celibato sólo tiene sentido cuando responde a una opción libre, no a una imposición eclesiástica.

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Según consta en algunas tradiciones evangélicas, las mujeres se incorporaron al movimiento de Jesús en igualdad de condiciones que los varones. Esta práctica religiosa inclusiva suponía una verdadera revolución en el seno de la sociedad y la religión judías de carácter patriarcal y androcéntrico. Las mujeres ejercieron funciones ministeriales y directivas en el cristianismo primitivo y, como tales, podían presidir la celebración eucarística de las comunidades. Apoyada en investigaciones históricas, la doctora Karen Jo Torjesen demuestra en su libro Cuando las mujeres eran sacerdotes que al menos durante el primer milenio del cristianismo las mujeres ejercieron los diferentes grados del ministerio ordenado: el diaconado, el sacerdocio e incluso el episcopado. Las actuales discriminaciones de género contra la mujer en las iglesias cristianas no tienen, por tanto, su origen en Jesús y sus seguidores, sino en los contextos sociales y culturales en que luego se desarrolló el cristianismo y a los que éste se adaptó acríticamente.

En la base de la exclusión femenina del sacerdocio y de la imposición del celibato a los sacerdotes hay dos problemas todavía no resueltos: uno antropológico, que consiste en la valoración negativa de la sexualidad en general y del cuerpo de la mujer en particular; otro teológico, el de la imagen masculina de Dios, que impone una concepción jerárquico-patriarcal de la Iglesia. En amplios sectores cristianos ya empieza a quebrarse tanto la concepción represiva del cuerpo como la imagen patriarcal de Dios. Las mujeres asumen el protagonismo en no pocas comunidades y los sacerdotes en activo no renuncian al ejercicio de la sexualidad. Esa práctica está más en sintonía con el movimiento igualitario de Jesús de Nazaret, con los movimientos de liberación de la mujer y con la cultura de los derechos humanos.

Juan José Tamayo-Acosta es teólogo y miembro de la Asociación de Teólogos Juan XXIII.

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