Crítica:Raíces

Hacia una memoria verdadera de la guerra civil

En el libro de Felipe González y Juan Luis Cebrián, El futuro no es lo que era, hay un momento delicado en que el ex presidente del Gobierno admite sentirse 'responsable de que no hubiera un debate sobre la dictadura' durante su mandato (pág. 31). Un reconocimiento que le honra, aunque no resuelve la cuestión. La cuestión es que el tiempo pasa y seguimos sin tener, no sólo ese debate, sino una memoria ordenada y veraz de lo ocurrido. Y que ese peligroso vacío tiende a ser ocupado por nuevas corrientes historiográficas, formadas por lo que en algún otro momento hemos llamado 'los nuevos ...

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En el libro de Felipe González y Juan Luis Cebrián, El futuro no es lo que era, hay un momento delicado en que el ex presidente del Gobierno admite sentirse 'responsable de que no hubiera un debate sobre la dictadura' durante su mandato (pág. 31). Un reconocimiento que le honra, aunque no resuelve la cuestión. La cuestión es que el tiempo pasa y seguimos sin tener, no sólo ese debate, sino una memoria ordenada y veraz de lo ocurrido. Y que ese peligroso vacío tiende a ser ocupado por nuevas corrientes historiográficas, formadas por lo que en algún otro momento hemos llamado 'los nuevos historiadores equilibristas', a saber, los que reparten la culpa del horror a partes iguales entre la derecha y la izquierda, entre los facciosos de la conjura y la presunta anarquía del Frente Popular. Muy semejante a la corriente de opinión que trata de impulsar el PP en sus últimos camuflajes centristas, sobre las más diversas materias, en lo que a menudo no es más que un saqueo al patrimonio simbólico de la izquierda. (Véase el caso de los acercamientos de Aznar a figuras y escritores perseguidos por el franquismo, como Azaña, Lorca, Alberti, ahora Cernuda; que una cosa es honrar la memoria y otra muy distinta apropiarse de ella, o intentarlo). Cuando queramos darnos cuenta, las nuevas generaciones pensarán que, al fin y al cabo, Franco no mató a tanta gente y el desorden de España en el 36 necesitaba un revulsivo ejemplar.

LAS GUERRAS DE ETRURIA

NOVELA. JULIO MANUEL DE LA ROSA ALGAIDA, 2001 273 PÁGINAS. 18 EUROS

En esa atmósfera borrosa aparece, un poco sorprendentemente, la novela de Julio M. de la Rosa Las guerras de Etruria. Claro que no se trata de un relato histórico, sino más bien intrahistórico, una nueva lectura literaria de la guerra civil, entre el realismo y la mitología, que viene a rubricar un largo camino recorrido por el escritor sevillano sobre el mismo tema. Hasta cuatro relatos anteriores, más breves, dan soporte a este definitivo asalto, en lo que hoy ya podemos considerar aprendizaje del propio autor hacia su narración final y, acaso, la descarga de su corazón. Son aquéllos Nuestros hermanos (1971, pero escrito en 1966), Fin de semana en Etruria (Premio Sésamo 1971, censurada fuertemente en su día), La sangre y el eco (1975) y La columna (1996). El primero de ellos, sobre todo, es como una versión germinal de Las guerras de Etruria. Pero han transcurrido 35 años desde entonces, lo que da idea de la profundidad que este asunto ha alcanzado en la conciencia literaria de Julio M. de la Rosa.

Etruria es un paisaje mítico, al modo de la Región de Benet (también hay determinados guiños a Comala, Yoknapatawpha, Macondo, Santa María...), forjado de pueblos andaluces destruidos por el caciquismo, más un contraste permanente con la otra materia mítica del Bosque, donde se refugian los últimos héroes. Todavía más al fondo, la sombra prehistórica de la marisma pestilente, de la que proceden los señores de hoy, antaño porqueros harapientos. Sobre este paisaje, De la Rosa ha ido tejiendo sus particulares obsesiones de la guerra civil, a partir sin duda de una remota imagen biográfica, herida de infancia irrestañable. Otros elementos autobiográficos hay en el relato, que quizás conozcamos muy pocos, pero siempre trascendidos de lo personal.

En ese entramado, los personajes, aun los más crueles, parecen flotar en un clima de irrealidad contagiosa, como si ya definitivamente pertenecieran al patrimonio intangible de nuestro horror y allí debieran permanecer inmutables, como el mito, para ejemplo y memoria de la verdad. La explicación a este curioso fenómeno se halla sin duda en el estilo. Ese estilo pausado y hondo, a lo Flaubert; desolado y escueto, a lo Cernuda, que De la Rosa ha ido amasando como un eremita silencioso, felizmente ajeno a las modas literarias, a los cenáculos, y que en esta novela ya por fin logra categoría de ensueño.

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