Tribuna:

La moda que viene

Se suponía que, en la batalla mediática entre la barcelonesa Pasarela Gaudí y la madrileña Pasarela Cibeles, estábamos discutiendo sobre la moda y su proyección internacional, sobre creatividad, diseño y tradición industrial, sobre exportaciones y puestos de trabajo, sobre negocios e inversiones tanto públicas como privadas...; es decir, sobre esa clase de asuntos prácticos, materiales, los-que-interesan-a-la-gente, los que conciernen 'al progreso social y económico de Cataluña', que Alberto Fernández Díaz y los demás portavoces del Partido Popular catalán no se cansan de considerar la verdade...

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Se suponía que, en la batalla mediática entre la barcelonesa Pasarela Gaudí y la madrileña Pasarela Cibeles, estábamos discutiendo sobre la moda y su proyección internacional, sobre creatividad, diseño y tradición industrial, sobre exportaciones y puestos de trabajo, sobre negocios e inversiones tanto públicas como privadas...; es decir, sobre esa clase de asuntos prácticos, materiales, los-que-interesan-a-la-gente, los que conciernen 'al progreso social y económico de Cataluña', que Alberto Fernández Díaz y los demás portavoces del Partido Popular catalán no se cansan de considerar la verdadera prioridad de nuestra política, en descrédito de aquellas otras cuestiones (las relativas a la lengua, la identidad, los símbolos colectivos, etcétera) que ellos tildan despectivamente de 'esencialistas'.

Mas he aquí que ha sido un correligionario del señor Fernández Díaz quien ha desplazado bruscamente el debate desde el terreno de los intereses al de los sentimientos. Ha sido el consejero de Economía de la Comunidad de Madrid el que, para argumentar la superioridad de Cibeles sobre Gaudí, ha manifestado: 'En esta comunidad [la suya] no tendemos a mirarnos el ombligo. Aquí no estamos en eso de celebrar la Diada porque nuestra historia es la historia de España. No tenemos ni una raíz ni un idioma que defender'.

El hecho de que, hasta hace una semana, el consejero Luis Blázquez fuese un perfecto desconocido fuera de su jurisdicción autonómica, su bajísimo perfil político no sólo no atenúa, sino que agrava la significación de las palabras transcritas, pues muestra cómo traducen los escalones medios y bajos del PP al lenguaje coloquial, cotidiano, las enfáticas parrafadas congresuales sobre 'el patriotismo constitucional' o 'el Estado en el siglo XXI'. De paso, el consejero Blázquez ofreció también una brillante metáfora acerca de cuál debe ser, a juicio de la derecha española, la relación entre el poder central y las comunidades autónomas: 'Nosotros nos ponemos en posición de saludo cuando el Gobierno nos pide ayuda...'. Así, exactamente así, quiere ver Aznar a las autonomías: uniformadas, firmes y en primer tiempo de saludo, como un pelotón de 19 dóciles reclutas en el patio del cuartel.

Por consiguiente, el mensaje es único y está diáfanamente claro, aunque tintinea mejor en la pluma de un Josep Piqué que en el desabrido discurso de un Luis Blázquez: la identidad -la catalana, por supuesto- es un obstáculo para la competitividad; esa manía por rememorar un pasado propio -la Diada, por Dios, ¡dónde va a comparar la Diada con el Dos de Mayo, tan español y a la vez tan cosmopolita, con sus Daoíz y Velarde, y su Malasaña, y sus cuadros de Goya...!-, ese empeño por destinar recursos y energías al cultivo de una lengua local cuando se posee también una lengua universal que pronto tendrá 500 millones de hablantes en el mundo, esas reticencias a integrarse de una buena vez en el triunfal proyecto político-económico-cultural español que capitanea el PP, todo eso son lastres, rémoras que frenan el progreso material de Cataluña, que le hacen perder oportunidades y que ocasionan, entre otros males, la tan cacareada pérdida de peso de Barcelona con respecto de Madrid.

Tal es el planteamiento-marco en el que se insertan las repetidas ofertas, no de pacto, ni de coalición, sino de adhesión incondicional formuladas por el presidente Aznar a Convergència i Unió a lo largo de las últimas semanas. Es el mismo marco que van dibujando, un día tras otro, el proyecto de Ley de Cooperación autonómica con su explícita voluntad 'armonizadora' -léase loapizadora-, la propuesta de Pacto Local o 'segunda descentralización', tendente a drenar competencias autonómicas por abajo, el rotundo veto del Ejecutivo central a la presencia de las autonomías en la Unión Europea, el rechazo a la Carta Municipal de Barcelona, la nueva andanada de Enrique Villar -delegado del Gobierno en Euskadi- contra la 'enseñanza nacionalista' y 'la exagerada regionalización de las materias' en Cataluña y el País Vasco, o las últimas declaraciones de Manuel Jiménez de Parga, aquellas en las que recomienda 'reforzar nuestros símbolos, como la bandera o el himno', fortalecer la conciencia nacional española, y señala a Francia -al régimen más centralista de la Unión- como paradigma de 'Estado bien vertebrado'. ¡Y este caballero preside el alto tribunal encargado de interpretar la constitucionalidad!

Durante su conferencia del pasado 29 de enero, Jordi Pujol sintetizó en una frase las intenciones del rearme estatalista que el Partido Popular impulsa: 'Por este camino convertirán la Generalitat de Cataluña en un organismo secundario, desprovisto de poder político. Será un negociado administrativo vigilado, controlado y coordinado por los cuatro costados'. ¿Exageración victimista? En todo caso, y por las mismas fechas, la Entesa Catalana de Progrés (PSC-Ciutadans pel Canvi-ERC-IC-V) hizo pública una solemne denuncia del huracán neocentralista en curso; y anteayer, en estas mismas páginas, nada menos que Jordi Solé Tura desenmascaraba el propósito del PP de transformar las comunidades autónomas en banales macroprovincias de la 'nación única'.

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'Así está el patio', concluía su artículo Jordi Solé Tura. Así está, en efecto; y ante tal panorama creo que es absolutamente legítimo preguntarse quiénes son, dónde están, qué opinan esos supuestos dirigentes de CiU que, en privado, propugnan el a la oferta de Aznar, y esos anónimos empresarios que, desde la sombra, presionan en el mismo sentido. Si existen, sería saludable conocerlos, a ellos y a sus argumentos. No, no para demonizarlos ni ponerlos en la picota; sólo por simple transparencia e higiene democráticas.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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