Preguntas sobre Afganistán

Muchos interrogantes quedan sin respuesta

Una de las ventajas de cubrir la última guerra de Afganistán, que comenzó el 7 de octubre y todavía no ha terminado, es que se podía hablar con facilidad con todo el mundo. Desde los soldados hasta los comandantes, los campesinos, los médicos, los prisioneros talibanes, incluso las mujeres... Todos los afganos se mostraban encantados de contar sus historias a los extranjeros. Menos los políticos y las tropas estadounidenses, naturalmente. El problema está en que casi nadie decía la verdad o, mejor dicho, podían decir una cosa, y una hora más tarde, lo contrario. Algo que, desde el punto de vis...

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Una de las ventajas de cubrir la última guerra de Afganistán, que comenzó el 7 de octubre y todavía no ha terminado, es que se podía hablar con facilidad con todo el mundo. Desde los soldados hasta los comandantes, los campesinos, los médicos, los prisioneros talibanes, incluso las mujeres... Todos los afganos se mostraban encantados de contar sus historias a los extranjeros. Menos los políticos y las tropas estadounidenses, naturalmente. El problema está en que casi nadie decía la verdad o, mejor dicho, podían decir una cosa, y una hora más tarde, lo contrario. Algo que, desde el punto de vista informativo, era desconcertante en el mejor de los casos.

Antes de que se moviesen los frentes con la caída de Mazar-i-Sharif, a principios de noviembre, y comenzase la fulminante ofensiva de la Alianza del Norte, se podía ir prácticamente a cualquier sitio. De hecho, ocho periodistas, entre ellos el enviado especial del diario El Mundo, Julio Fuentes, pagaron con su vida esa libertad de movimientos que, ahora, con los caminos llenos de bandidos, se ha perdido casi por completo. Este enviado especial, junto a un equipo de Antena 3, fue escoltado por un comandante desde Farjar hasta Taloqán, sólo tres horas después de la conquista de la ciudad tras la salida de los talibanes. Pedimos permiso, comprobaron por radio que no había problemas en el camino, nos escoltaron y nos buscaron un lugar seguro donde dormir, rodeados de muyahidin, en la segunda ciudad que conquistó la Alianza tras la toma de Mazar, por la que nos pudimos mover libremente, siempre que pagásemos las elevadas tarifas por el alojamiento, el traductor y el coche. En Kunduz, los periodistas pudieron filmar linchamientos de talibanes extranjeros; en Mazar, la matanza en la cárcel de Qila-i-Jhangi; en Taloqán o en Kabul, las condiciones de vida en las prisiones... Pero eso no ha impedido que la guerra de Afganistán siga siendo uno de los conflictos con más preguntas sin responder. Un viejo dicho afirma que la primera víctima de la guerra es la verdad y, desde el Golfo, eso es más cierto que nunca.

¿Por qué las tropas de la Alianza permanecieron un mes sin avanzar? ¿Por qué los talibanes se rindieron con tanta facilidad? ¿Cómo pudieron abandonar Kabul en sólo unas horas? ¿Qué ha sido de ellos? Pero, sobre todo, hay una pregunta que los miles de informadores que hemos pasado por Afganistán desde el 12 de septiembre no hemos sido capaces de responder: ¿cuánta gente ha muerto en esta nueva guerra afgana? ¿Cuántos civiles han caído bajo las bombas estadounidenses o la artillería de la Alianza? Ni siquiera hay una cifra aproximada. En batallas tan salvajes como las de Kunduz o Tora Bora han muerto cientos o miles de civiles y combatientes de ambos bandos; pero nadie sabe cuántos. Es una pregunta que los vencedores no están dispuestos a responder. Pero es una respuesta por la que los periodistas teníamos que haber luchado con mucha más fuerza.

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