ANÁLISIS | NACIONAL

Crimen de lesa patria

LA ENERGUMÉNICA REACCIÓN del Gobierno ante el viaje a Marruecos del secretario general del PSOE -acusado poco menos que de crimen de lesa patria- requiere una explicación combinada de política interior y exterior. Los socialistas comunicaron hace meses al Ministerio de Asuntos Exteriores la visita de Zapatero, suspendida cuando a finales de octubre el embajador de Rabat en Madrid fue llamado a consultas. El inicial silencio -previo a la tempestad- del Gobierno de Aznar tras saber que el viaje se iba a llevar a cabo sin aguardar al regreso del embajador marroquí parece el pase negro de u...

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LA ENERGUMÉNICA REACCIÓN del Gobierno ante el viaje a Marruecos del secretario general del PSOE -acusado poco menos que de crimen de lesa patria- requiere una explicación combinada de política interior y exterior. Los socialistas comunicaron hace meses al Ministerio de Asuntos Exteriores la visita de Zapatero, suspendida cuando a finales de octubre el embajador de Rabat en Madrid fue llamado a consultas. El inicial silencio -previo a la tempestad- del Gobierno de Aznar tras saber que el viaje se iba a llevar a cabo sin aguardar al regreso del embajador marroquí parece el pase negro de un jugador de póquer. El propósito de la celada era encerrar a Zapatero en los cuernos de un dilema: si diese marcha atrás, quedaría como un calzonazos; si persistiera en la idea de viajar, el Gobierno -envuelto en la bandera bicolor- pondría en marcha una maniobra diversionista para ocultar sus propias responsabilidades por el deterioro de las relaciones hispano-marroquíes mediante el linchamiento del PSOE, convertido en un chivo expiatorio traidor a la patria.

La cólera de Aznar ante el viaje del secretario general del PSOE revela su peligrosa tendencia a invadir los terrenos del jefe del Estado y a considerarse el oráculo exclusivo de los intereses nacionales

La primera embestida corrió a cargo de Javier Arenas, el espabilado chico de los recados que Aznar utiliza para enviar mensajes injuriosos a sus adversarios; el secretario general del PP acusó a Zapatero de deslealtad por no colaborar a la defensa de los intereses de España y deslizó una venenosa insidia sobre las presuntas compensaciones y retribuciones recibidas a cambio. El presidente del Gobierno criticó igualmente al líder socialista desde la tribuna del Congreso. Finalmente sobre Zapatero cayeron en tromba varios ministros y el portavoz del grupo parlamentario popular, Luis de Grandes, que aprovechó la ocasión para tirarle un viaje a González. Esa estrategia deslegitimidadora recuerda las campañas organizadas por el franquismo para secuestrar en provecho de la dictadura los intereses nacionales y enviar a los discrepantes a la Anti-España.

Dejando a un lado esa preocupante tendencia manipuladora del PP a un patrioterismo nada constitucional, el episodio resulta grotesco. Son evidentes las graves deficiencias del Reino alauí en el ámbito de los derechos humanos y las libertades democráticas; España, sin embargo, mantiene relaciones con otros países en igual o peor situación. También son claras las responsabilidades de Marruecos en el artificial agravamiento de la crisis, por muchas que hayan sido las torpezas del atolondrado ministro Piqué. Sin embargo, el Gobierno español mantiene a su embajador en Rabat y trata de conseguir el regreso a Madrid de su homólogo marroquí. Las relaciones económicas y culturales entre ambos países siguen su curso normal.

A la vista de ese panorama, ¿por qué razón el líder del PSOE estaría obligado a solicitar en la ventanilla del Ejecutivo un visado para viajar a Marruecos y a suspender la visita si se lo niegan, al estilo de los reclutas que piden y no obtienen del sargento el pase de pernocta? La atribución constitucional al Gobierno de la dirección de la política exterior del Estado no implica la entrega de un cheque en blanco, ni tampoco el control de las relaciones exteriores que partidos, empresas y ciudadanos establecen libremente fuera de nuestras fronteras; por lo demás, los líderes de la oposición, los medios de comunicación y la opinión pública tienen derecho a criticar la política exterior oficial. Sin embargo, Aznar padece una preconstitucional pulsión a invadir los terrenos del Jefe de Estado (a quien corresponde constitucionalmente 'la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales') y a reservarse el papel de Oráculo de los intereses nacionales. En cualquier caso, sería deseable que el Gobierno reflexionara sobre su parte de responsabilidad en el conflicto con Rabat; Aznar tal vez entendiera mejor la complejidad de las relaciones hispano-marroquíes si leyese el reciente ensayo Al sur de Tarifa, (Marcial Pons, 2001), de Alfonso de la Serna, embajador en Rabat de 1977 a 1983, subtitulado 'Un malentendido histórico'.

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