Tribuna:

Contra el pacto de la muerte

La sangrienta tragedia que asuela los territorios ocupados palestinos y aterroriza a los civiles, palestinos e israelíes, es la mera derrota del principio de humanidad. Nunca deploraremos lo suficiente nuestra impotencia ante tal estallido de violencia y de venganza mortífera. Es ésta una derrota de la razón deseada, organizada, puesta en marcha y, finalmente, ejecutada por unos políticos tan demagogos como incompetentes, tan devorados por el odio como fanáticamente retrógrados.

Desde que el general Sharon llegó al poder en Israel, se desencadenó una oleada de violencia sin precedentes ...

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La sangrienta tragedia que asuela los territorios ocupados palestinos y aterroriza a los civiles, palestinos e israelíes, es la mera derrota del principio de humanidad. Nunca deploraremos lo suficiente nuestra impotencia ante tal estallido de violencia y de venganza mortífera. Es ésta una derrota de la razón deseada, organizada, puesta en marcha y, finalmente, ejecutada por unos políticos tan demagogos como incompetentes, tan devorados por el odio como fanáticamente retrógrados.

Desde que el general Sharon llegó al poder en Israel, se desencadenó una oleada de violencia sin precedentes contra los palestinos. Preveíamos lo peor, pero no nos imaginábamos lo irreparable. La estrategia de Sharon se vio desde el comienzo. Sabía que instituyendo los asesinatos de dirigentes del movimiento nacional palestino y de islamistas como método de gobierno provocaría respuestas igualmente aberrantes; que negándose a dialogar con la OLP, único interlocutor para lograr la paz, empujaba a Arafat a una trampa sin salida porque éste no podía aceptar esos asesinatos sin arriesgarse a ser considerado un simple colaborador de Israel. Mientras, la colonización de tierras palestinas prosigue, los civiles de ambos bandos se arman y los bombardeos y los actos de terrorismo ciego redoblan su intensidad. Es el triunfo de la muerte.

Su objetivo está claro: enterrar definitivamente los acuerdos de Oslo. Pero Sharon sólo ha podido obrar de este modo porque tuvo éxito en dos operaciones previas: neutralizar al Partido Laborista convirtiéndolo, mediante su participación en el Gobierno, en corresponsable de este método sangriento, y aprovechar el desinterés cómplice de EE UU desde la llegada de Bush al poder. Porque da la impresión de que ambos, Bush y Sharon, sólo creen en la fuerza. Y Peres, paladín de los grandes planes futuros, es rehén de una enfurecida coalición gubernamental que desacredita cruelmente al Partido Laborista israelí.

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En el otro bando la situación es igual de catastrófica. La dirección de la OLP ha perdido de hecho el control de la situación. No ha sabido, ni podido, imponer a los distintos extremistas la línea de paz que había escogido. Es cierto que los acuerdos de Camp David, propuestos bajo la égida de Clinton, no eran muy favorables a los palestinos, pero al menos abrían una nueva etapa en unas negociaciones amenazadas por todas partes. ¿Cómo comprender que, dada la relación de fuerzas de entonces, rechazar un acuerdo imperfecto iba a beneficiar sobre todo a los partidarios del rechazo total? Más valía ese acuerdo, perfeccionable posteriormente, que el callejón sin salida al que conduciría un fracaso de las negociaciones de Camp David. Es verdad que no sabemos quién se encuentra realmente en el origen de este fracaso. Arafat ha dicho en varias ocasiones que el entonces primer ministro, Ehud Barak, engañó a los palestinos. Pero la manipulación es una condición inherente a toda negociación, y el papel de una dirección digna de este nombre es tenerlo en cuenta. Negándose a firmar una apuesta incierta, la OLP refrendaba su propia impotencia.

El resultado directo e ineludible es que los islamistas de Hamás aparecen hoy como la única fuerza de resistencia activa frente a la ocupación israelí. Es lo que siempre desearon los dirigentes del Likud, pues comparten con los integristas islámicos la misma voluntad: convertir la lucha de los palestinos en un conflicto religioso de derecho divino en lugar de en un contencioso territorial de derecho público. En este estercolero de fanatismo religioso, Sharon sólo podía prosperar. Así, los enemigos encarnizados se han unido indisolublemente en un pacto de muerte. Y esta danza macabra se lleva a cabo en medio de la indiferencia general del mundo.

Antes del 11 de septiembre, EE UU había decidido más o menos dejar pudrirse la situación. El presidente Bush, dedicado de lleno a poner en marcha una de las políticas sociales más retrógradas desde la marcha de Reagan, necesitado de que se olvidaran unas elecciones bajo sospecha y decidido a imponerse brutalmente a un mundo desarrollado más distendido desde la caída de la URSS, no quería ganarse en el interior la enemistad de los grupos de presión que con tanta eficacia actúan a favor de Israel. El relanzamiento de una loca carrera armamentística se había convertido en su única política mundial. ¿Acaso no fue por esto por lo que recibió el apoyo, frente al candidato demócrata, de unos lobbies de la industria privada de armamento que hacían sonar los clarines de guerra para llenarse los bolsillos?

Tras el 11 de septiembre, la estrategia que parece prevalecer es la de meter en vereda a todo aquel que se atreva a alzarle la voz a Washington. También en esto puede verse hasta qué punto los fanáticos integristas, al sembrar su obra de muerte, han favorecido a las tendencias más duras de la superpotencia estadounidense. Pero la responsabilidad de EE UU en el conflicto israelo-palestino es muy grande. Desde la Conferencia de Madrid se han proclamado los únicos tutores de un acuerdo en Oriente Próximo. Apoyaron los acuerdos de Oslo, pero ahora ya sólo hablan tímidamente de ellos. Estos acuerdos, destruidos por las incesantes violaciones de Israel en el tema de la colonización y por unas exigencias cada vez mayores, y debilitados por los atentados terroristas contra civiles israelíes, han terminado por ser sustituidos, en la negociación apoyada con la boca pequeña por los estadounidenses, por el Plan Mitchell, que, a su vez, es el resultado de nuevas agresiones israelíes y que se queda muy por detrás de lo acordado en Oslo. No sólo se está girando sobre sí mismo, sino que se retrocede.

Y la 'comunidad internacional', nunca ha merecido menos este nombre. ¡Impotencia internacional sería más realista! Europa se ha atribuido definitivamente el papel de subalterno en Oriente Próximo. Los europeos están allí para 'favorecer' el diálogo, pero sólo se les invita a llevar las sillas de los protagonistas de una obra en la que no tienen ningún papel. Se podría esperar que esa Europa impotente al menos dejaría a las naciones europeas que pueden hacerlo alzar la voz en una solidaridad silenciosa. ¡En absoluto! En cuanto uno se mueve, los demás sospechan que quiere obrar por su cuenta para saciar su sed de hegemonía. Y esto está mal visto en una Europa que se busca a sí misma. Así, pese a los esfuerzos y el talento del diplomático español Miguel Ángel Moratinos, la misión diplomática europea en Oriente Próximo está condenada a desempeñar el papel de figurante, por falta de medios y de peso.

Los países árabes no saben ya a qué santo encomendarse. Aquellos que han elegido la paz con Israel van de las desilusiones estadounidenses a las derrotas electorales del bando oficial de la paz en Jerusalén. Sus discursos son tanto más iracundos cuanto más impotentes se sienten para modificar las cosas. Y quienes no creen en la paz, o la rechazan, recuerdan todos los días que la historia les da la razón... aunque sea sobre un montón de cadáveres. La opinión pública está indignada ante tal impotencia; y los integristas de todas las tendencias sacan provecho de ello. En el mundo árabe-musulmán, la radicalización confesional de las capas más pobres de la población se va extiendiendo hoy cada vez más a las capas medias, que ven cómo, con la terrible crisis de integración social que afecta a sus sociedades, se alejan sus más modestos sueños de modernización política. La vuelta con renovado vigor del autoritarismo de los poderes no permite focalizar demasiado la atención en los problemas internos. Todos los rencores, toda la cólera, toda la búsqueda de dignidad, se trasladan al exterior, a Occidente, al que se considera culpable de pensar sólo en sus intereses, y a Israel, verdugo de los palestinos y encarnación de la violencia y de la agresión permanente. Los regímenes en el poder todavía logran dominar esta violencia en ebullición, pero ¿hasta cuándo?

Una catástrofe en Palestina puede desencadenar un verdadero seísmo en todo el mundo árabe. Sólo sacarán provecho de ello las corrientes políticas más duras, más radicales, también las más fanáticas. Y Europa, fronteriza con el mundo árabe y que cuenta con varios millones de musulmanes, se verá inevitablemente afectada de forma directa. Puede que esto no choque al otro lado del Atlántico, pero es indignante comprobar la incapacidad de la mayoría de los dirigentes europeos para ver más allá de la punta de sus narices. La desestabilización en el Mediterráneo y, más allá, en los países del Golfo, es ya una amenaza más que probable. Lo mismo que la guerra del Golfo tuvo unos efectos -la ascensión del integrismo en todo el mundo árabe- que se prolongaron durante una década, el fracaso de la paz en Oriente Próximo va a engendrar un endurecimiento que durará años. Y Europa sufrirá inevitablemente por ello.

Ante tamaño desastre, ante la victoria momentánea de los partidarios de la muerte, ¿hay que caer en la desesperación? ¿Hay que rendirse? Al contrario. En estas situaciones es cuando hay que resistir con todas las fuerzas a lo intolerable. La justicia no ha tenido nunca tanta necesidad de defensores como en el caso del conflicto palestino-israelí. Hay que afirmar con fuerza algunas verdades sencillas.

En primer lugar, está claro que la paz estadounidense ha fracasado. En este conflicto, Estados Unidos no es neutral. En realidad es un aliado privilegiado del Gobierno israelí. Ha tomado partido y está en su derecho. Pero la OLP debe sacar de ello las consecuencias pertinentes, y los Estados árabes moderados, también. EE UU no puede pretender ya dirigir en solitario las negociaciones entre los protagonistas. En el proceso de paz en Oriente Próximo deben participar Europa, Rusia y China, además de los países árabes partidarios de la paz y de los principales implicados. En segundo lugar, es necesario que la ONU vuelva a tomar el asunto en sus manos. Hay que organizar una conferencia internacional enseguida y enviar tropas de interposición lo más rápidamente posible. Hoy por hoy, hay que internacionalizar el conflicto, separar a los contendientes. Por último, es de crucial importancia propiciar las reuniones entre israelíes y palestinos, judíos y musulmanes, para reemprender un diálogo roto por la ceguera de unos líderes obtusos e incapaces. Hay que organizar reuniones no para volver a hacer la guerra con otros medios, sino para explorar las vías de la paz por todos los medios. Porque, y nunca lo repetiremos lo suficiente, en Oriente Próximo sólo hay una solución: la paz.

Sami Naïr es profesor invitado en la Universidad Carlos III de Madrid y eurodiputado socialista francés.

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