Tribuna:

Evitar otro Leizarán

Hace pocos meses, pronuncié en Palma una conferencia sobre el conflicto entre el nacionalismo étnico y la ciudadanía democrática. Fue en un recinto universitario, ante un público mayoritariamente joven, en el cual no faltaban algunos nacionalistas baleares de tendencia independentista. Pese a que al principio exhibieron unas pancartas insultantes, a las que ni el resto de los asistentes ni desde luego yo dimos demasiada importancia, el coloquio transcurrió por cauces perfectamente civilizados. En cierto punto, un muchacho me espetó con el tono de quien asevera lo irrefutable: 'Como a mí nadie ...

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Hace pocos meses, pronuncié en Palma una conferencia sobre el conflicto entre el nacionalismo étnico y la ciudadanía democrática. Fue en un recinto universitario, ante un público mayoritariamente joven, en el cual no faltaban algunos nacionalistas baleares de tendencia independentista. Pese a que al principio exhibieron unas pancartas insultantes, a las que ni el resto de los asistentes ni desde luego yo dimos demasiada importancia, el coloquio transcurrió por cauces perfectamente civilizados. En cierto punto, un muchacho me espetó con el tono de quien asevera lo irrefutable: 'Como a mí nadie me ha preguntado si quiero pertenecer a este Estado, puedo decir que vivo bajo la opresión'. Le respondí en tono ligero que, efectivamente, la costumbre de preguntar a los neonatos en la pila bautismal -¿o quizá el día de la confirmación?- a qué Estado les gustaría pertenecer aún no estaba demasiado extendida; pero que, aun cuando se generalizase, tropezaría con serias dificultades prácticas si el recién llegado solicitaba su incorporación a un Estado por el momento inexistente. Como cada nuevo Estado se teje con pedazos de otros, no es fácil hacerlos a medida de cada cual: es cosa que lleva su tiempo, y a veces sus costuras se cosen con hilo color rojo sangre. De ahí que parezca más inmediatamente operativo reivindicar, sea cual fuere el Estado al que pertenezcamos, el respeto institucional a los derechos sociales, políticos y culturales de cada uno de nosotros. La ciudadanía, en fin.

He tenido ocasión de recordar este diálogo cuando, con motivo de la investidura del lehendakari Ibarretxe, ha vuelto a hablarse de autodeterminación en el País Vasco. Como cuestión de principios, me parece ya un debate poco fructuoso: volver otra vez a darle vueltas a si se trata de un derecho inalienable o de un proyecto político de unos partidos determinados, a cuál es su sujeto colectivo, a si se trata de una urgencia social mayoritaria o de una preocupación impuesta por la presión terrorista, etcétera. resulta fatigoso y probablemente estéril después de tantas argumentaciones intercambiadas sobre el tema durante los últimos años. En el terreno abstracto, poco de lo que podía decirse aún no se ha dicho y el margen de persuasión parece ya reducidísimo. Si la cuestión se plantea de nuevo, habrá que afrontarla desde otros parámetros: económicos, por ejemplo. Es preciso que quienes reivindican el derecho de secesión comiencen a conocer efectivamente las implicaciones inmediatas de su anhelo. La CAV viene recibiendo del resto del Estado español inversiones, infraestructuras, turismo, trato comercial privilegiado y otras bicocas que han ayudado a que sus recursos por habitante dupliquen hoy los de otras comunidades autónomas. Todo ello debería comenzar a revisarse en cuanto un hipotético proceso soberanista se pusiera realmente en marcha. Sería chocante que el País Vasco se independizase de España financiado por España. Puede que parte del electorado nacionalista crea que una Euskadi independiente tendría cuanto tiene ahora más todo lo que ya no habrá que repartir con el resto de los españoles, y sería bueno sacarles cuanto antes de su error. No sólo de grandes palabras vive el hombre...también hay que hacer cuentas. Especialmente si alguien pretende levantarse de la mesa de juego común cuando va ganando.

Pero de momento todo esto no son más que simples especulaciones. Hoy por hoy, hablar de autodeterminación y establecer pasos más o menos demorados que administren prudentemente el sentimiento independentista es ante todo, para los partidos nacionalistas, un seguro de vida frente a ETA, cada vez más desarbolada políticamente y por tanto más impaciente, más peligrosa. Si los nacionalistas dijeran abiertamente que todo objetivo soberanista queda aparcado mientras no desaparezca la violencia y hasta que el pluralismo político de la sociedad vasca se normalice tras la desaparición del terror, se estarían quitando la venda que ahora les protege y el olor de su sangre podría atraer a los tiburones que mientras tanto se ceban en otras presas. De modo que seguirán hablando en los próximos meses y quizás años de autodeterminación, consultas al pueblo y el resto de los rituales apaciguadores que por el momento mantienen alejados a los asesinos. Alejados de unos pero más próximos a otros, claro está. Por mucho que se lo pidamos, es difícil convencer de que cambien de estrategia a quienes sólo obtienen hoy de ella beneficios, nunca pérdidas.

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Sin embargo, en el debate de investidura se oyeron con todo algunas cosas importantes. La primera de ellas resonó en la Cámara antes de que comenzara propiamente la sesión y a mi juicio se le ha dado poco realce. En el texto de condena al asesinato del policía nacional leído por Atutxa, se habla sin rodeos de poner todos los medios para derrotar a ETA, el verdadero enemigo del pueblo vasco. ¿Derrotar a ETA? Si no me equivoco, es la primera vez que en tan distinguida asamblea se menciona ese término, en lugar de las habituales jaculatorias sobre que no debe haber vencedores ni vencidos. Por pedir semejante contundencia hemos sido anatematizados muchos en el pasado: ahora ya nos encontramos en más ancha compañía. Sólo falta sacar las debidas consecuencias y no sólo en el imprescindible terreno policial y judicial, sino también en el educativo e informativo. No basta con perseguir a los etarras existentes, hay también que poner los medios para intentar que no aparezcan otros nuevos, evitando la promoción del discurso etnicista y excluyente que -sin quererlo o queriéndolo a medias- los legitima. Y apoyando y respetando el discurso opuesto, aunque sea en ocasiones crítico con el nacionalismo, en lugar de tacharlo constantemente de franquista, colonialista, pagado por el oro de Madrid y demás lindezas. La realidad hoy es muy distinta. Baste un solo ejemplo: mientras la revista infantil Kili kili, denunciada por ¡Basta ya! por alternar a las hermanas Gilda con loores a etarras encarceladas, ve reforzadas sus subvenciones y se reparte liberalmente en las escuelas...la revista Papeles de Ermua, publicada por el foro del mismo nombre, se ha visto rechazada por más de mil quioscos de prensa de la CAV y Navarra, que se niegan a venderla (para suscriptores intrépidos, su e-mail es: papelesdeermua@hispavista.com). La derrota de ETA pasa sin duda también por invertir estas situaciones, en lugar de maldecir a los 'crispadores' que las sacan a la luz.

La otra cosa importante, ésta sí convenientemente resaltada, fue que Ibarretxe proclamase al Parlamento vasco como el foro más adecuado para debatir sobre pacificación. En efecto, habiendo tal organismo democrático salen sobrando nuevas 'mesas' de más o menos patas, diálogos subrepticios entre los que mueven el árbol y los que recogen las nueces, o fantasmales 'conferencias de paz' que pretenden representar otra vez fuera de las instituciones a quienes ya están representados institucionalmente. Algunos malpensados creemos, por ejemplo, que lo que pretendía el nacionalismo gubernamental a través del simposio convocado por Elkarri para el próximo curso era una reedición no de Lizarra, eso nunca llegó a funcionar, sino de Leizarán, algo que desgraciadamente funcionó y demasiado bien. En el debate en torno al trazado de la célebre autopista intervinieron grupos políticos radicales junto a ecologistas, constructoras abrumadas por los gastos de seguridad de la obra y bribones que sacaron tajada económica de esos justificados temores, partidos políticos deseosos a toda costa de componenda y otros que tuvieron que cargar con el sambenito de la instransigencia por defender la legalidad democrática (saludemos al paso a gente valiente de EA como Imanol Murua). El resultado final fue que ETA se dio cuenta por primera vez de hasta qué punto era capaz no ya de combatir al Estado sino de controlar y dirigir desde fuera de él lo que se hacía o dejaba de hacer en el País Vasco. Los 'mediadores' quedaron satisfechos de su empeño como mamporreros y los terroristas aprendieron cómo se conquistan nuevas escenas de poder: los ilusos creyeron sin embargo que todo había concluido 'bien'. Hubo quien se negó hasta el final pese a todo a lo que Vázquez Montalbán llamaría la necesaria 'complicidad mediática': José Luis López de la Calle escribió una y otra vez protestando contra el indigno cambalache, hasta que por ello perdió su colaboración en el Diario Vasco, no sin la anuencia de algún alto cargo socialista -¡ay!- de la época. Y después pasó lo que todos sabemos ya que pasó.

A mí me ocurre como a Ibarretxe, por no volver a mencionar a Madrazo (que finalmente ha votado su investidura, pese a los desaires, en un acto conmovedor de mendicidad política): tampoco tengo una receta para conseguir mañana acabar con la violencia en Euskadi. En cambio sé lo que debe ser cuidadosamente evitado, si queremos realmente derrotar a ETA: hay que impedir la reedición de Leizarán. Quiero pensar que eso será más fácil en el Parlamento que fuera de él, sobre todo si ahora los partidos se resisten a la tentación de fingir quedar bien cediendo al mal.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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