Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA

Hagamos el amor en el balcón...

Visto lo visto estos días, una está con un auténtico ataque de autismo, tan sumida en su paraíso individual que casi está por certificar, para alegría de la humanidad, que el único catecismo válido lo escribieron los míticos Rodríguez cuando, en plena lucidez, dijeron aquello de 'hace calor, hagamos el amor en el balcón'. Ciertamente hace calor y, puestos a ser sinceros, hacer el amor se nos antoja una de las pocas actividades relevantes e inteligentes a que podemos dedicar nuestros sufridos pellejos. Porque, miren ustedes, hubo un tiempo en que, además de ser entes sexuales -dedicados a la co...

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Visto lo visto estos días, una está con un auténtico ataque de autismo, tan sumida en su paraíso individual que casi está por certificar, para alegría de la humanidad, que el único catecismo válido lo escribieron los míticos Rodríguez cuando, en plena lucidez, dijeron aquello de 'hace calor, hagamos el amor en el balcón'. Ciertamente hace calor y, puestos a ser sinceros, hacer el amor se nos antoja una de las pocas actividades relevantes e inteligentes a que podemos dedicar nuestros sufridos pellejos. Porque, miren ustedes, hubo un tiempo en que, además de ser entes sexuales -dedicados a la cosa con vocación impenitente-, teníamos un par de convicciones que sostenían nuestras sobremesas dialécticas y hasta una utopía que sacábamos a pasear para grandeza del alma. Sexo, nada más que sexo, nos decía Pedro Guerra con su voz rota, pero hacía trampa, porque además del goce del cuerpo también poseíamos alguna ideología que nos unía, una cierta capacidad de luchar, y sobre todo manteníamos intacta la capacidad de reacción. Es decir, el sexo privado lo sazonábamos con la clara voluntad de conseguir también un poco de orgasmo colectivo. Y ello sólo se podía conseguir con el deseo de transgresión.

Transgredir la realidad, cambiar la historia, luchar por la utopía, todo ello conformaba una manera de entender el mundo y, sobre todo, de relacionarse con él. Una podía llegar más o menos lejos en su optimismo, vistas las cosas, pero el deseo de cambio se mantenía alto. Sostengo, cual aprendiz de Pereira -por cierto, felicidades a los del grupo Lladó por el impecable premio concedido a Tabucchi-, que lo que se ha cargado la caída del muro no ha sido sólo la credibilidad de las ideologías socializantes (tan portadoras de futuro como sobrecargadas de nefasto presente), sino la capacidad de creer. El deseo de creer. Quizá el compromiso de creer. Creer en la capacidad de intervenir en la historia, más allá de convertirnos en simples pintores de su decorado. Lo más patético de estos días -si exceptuamos el sainete barriobajero del Barça- tiene que ver con esa destrucción no sólo de la utopía, sino también del compromiso de soñarla. Tiene que ver con ese proceso de exilio interior que nos ha convertido a todos en colegas y amiguetes, pero ya no en compañeros. No es que no tengamos algo colectivo entre manos, es que nos hemos liberado de la obligación de tenerlo. Por eso se producen dos fenómenos paralelos, nacidos del mismo desarraigo: la nueva factura política, basada en la mercadotecnia y no en la ideología, y la feliz amnesia con que la progresía de antes justifica su actual status de buena mesa y mejor cargo. Por un lado, hemos tenido debate de política general, y la sosería se ha elevado a categoría de tribuna parlamentaria. Lo peor no ha sido la nadería de Zapatero -que al final va a ganar por lo mismo que la gran hermana Sabrina: por esa nada nietzscheana que tanto los embellece-, sino la lista de elogios a la gran nada que se han multiplicado en los papeles. Se lleva lo vacuo, lo poco comprometido, lo casi nada definido, como si esto de gobernar fuera más un espacio publicitario que una cuestión de ideas, proyectos y convicciones. ¡Ay, la palabra convicción! ¡Qué extraña suena en este contexto de mercantilismo pelado, a tanto la pieza de líder político, poco usado, poco mojado, poco manchado! ¿Cómo era aquello del buenazo de Paco?: 'Maldigo la poesía de los que no toman partido. Partido hasta mancharse'. El vendaval que se llevó de cuajo las utopías se ha llevado consigo también a los líderes que creían en ellas, y por ende el deseo de defenderlas. Por eso nuestros líderes de nuevo formato son como Lara Croft, tan bellos en su perfección virtual que acaban siendo feos.

Quedan por esos mundos de Dios, sin embargo, algunos viejos jóvenes del progresismo que mandan lo suyo en alcaldías, autonomías y poderes varios. ¿Podrían mantener ellos la atalaya que recordara que aún hay algunas ideas por las cuales batir el cobre? Podrían, pero mayoritariamente nuestros progres con cargo se han vuelto unos reaccionarios de tal militancia que han hecho de la amnesia virtud, y de la palabra izquierda, una nueva forma de conservadurismo. Vean ustedes a nuestro alcalde de Barcelona justificando cargas policiales de vieja escuela -por cierto, nuestra Julita, en homenaje a su sólida educación represiva, va a conseguir el récord de violencia policial en democracia por el que tanto suspira- y despreciando todo nuevo fenómeno de protesta que ni entiende ni le es cómodo. Estamos de acuerdo en que hay mucho de florecita en los de la antiglobalización -y así les va con su falta de control sobre infiltrados y violentos- y en que el movimiento tiene mucho de ingenuo. Pero es vibrante, solidario y está comprometido con la única verdad que de momento existe: que lo único realmente globalizado es la pobreza. ¿Pueden los viejos jóvenes del progresismo despreciar los únicos movimientos que cuestionan el sistema y luchan contra sus abusos? ¿Pueden olvidar hasta tal punto su propia historia que se convierten en guardianes de los viejos guardianes del orden de siempre? Entre los Zapatero que posan para el anuncio y los Clos que se van a París a comer con los ricos mientras la policía de siempre vapulea a sus propios ciudadanos, en medio no queda nada. Sólo una tierra quemada donde antes habitaban los sueños y germinaban las voluntades. La tierra del creer, la tierra del cambiar, tal vez la tierra del pensar, sustituida por esa plácida gestión de la miseria cotidiana donde lo importante no es la idea, sino el status.

La utopía. Habrá que volver a desear... a desearla, aunque sea como autodefensa.

Pilar Rahola es escritora y periodista pilarrahola@hotmail.com

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