Columna

Entre Escila y Caribdis

Asistimos últimamente a un debate entre el canciller alemán Gerhard Schröder y el primer ministro francés Lionel Jospin a propósito de la reforma de la UE. Es un debate lejano, lejanísimo. Parece que la cosa no vaya con nosotros, así que en todo momento tenemos la tentación permanente de zapear y dedicarnos a otros asuntos que nos tocan más de cerca. Como el rebrote de la legionella en Alcoy, una herida cicatrizada en falso que vuelve a supurar. Como la deuda galopante de la Generalitat, una enfermedad crónica que acabará llevándose por delante al paciente, y si no, al tiempo. Co...

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Asistimos últimamente a un debate entre el canciller alemán Gerhard Schröder y el primer ministro francés Lionel Jospin a propósito de la reforma de la UE. Es un debate lejano, lejanísimo. Parece que la cosa no vaya con nosotros, así que en todo momento tenemos la tentación permanente de zapear y dedicarnos a otros asuntos que nos tocan más de cerca. Como el rebrote de la legionella en Alcoy, una herida cicatrizada en falso que vuelve a supurar. Como la deuda galopante de la Generalitat, una enfermedad crónica que acabará llevándose por delante al paciente, y si no, al tiempo. Como el sádico enfrentamiento de la Consejería de Educación con la Universidad, tema que ya casi parece de película gore.

Por esta vez, sin embargo, prefiero hablar de un asunto alejado de nuestro panorama inmediato Y es que el debate Schröder-Jospin tiene que ver con nosotros más de lo que parece. Se trata, como ustedes saben, de que el canciller alemán propugna una Europa federalista mientras que el primer ministro francés se muestra partidario del modelo actual, en el que los llamados estados-nación llevan la voz cantante. De entrada, naturalmente, la elección no admite dudas.

Si la Comunidad Valenciana es una región autónoma dentro de un Estado como el español, donde el sistema autonómico prefigura una suerte de estructura cuasi federal, lo lógico es mostrarse partidario para Europa de trasladar este modelo al conjunto del continente, es decir, optar por la solución alemana. Al fin y al cabo, no deja de ser nuestra opción histórica. A comienzos del siglo XVIII también dirimieron sus diferencias, entonces por las armas, la opción federalista austriaca y la opción centralista francesa: que el Reino de Valencia, como los demás territorios confederados de la Corona de Aragón, optase por el archiduque Carlos era lo lógico; que fueran derrotados y terminase imponiéndose el modelo borbónico es lo que, al sancionar la concepción unitarista de España en la que hemos vivido durante tres siglos, vuelve significativo el debate que comentamos. Que Aznar, un representante obvio de la visión noventayochista de España, haya tomado abiertamente partido, y que Rodríguez Zapatero acabe de hacer lo mismo, indica que el asunto es grave y que, de alguna forma, nos jugamos mucho en el envite.

Lo primero que hay que decir es que todo parece muy claro: maulets y botiflers, una vez más. Pero cuando todo está tan claro a mí, qué quieren que les diga, siempre se me pone la mosca detrás de la oreja. Me gustaría que el debate siguiese estando lejos para que aquí pudiéramos encararlo con alguna frialdad (ya se sabe que en España discutir suele ser sinónimo de pelearse a gritos). Porque veamos: ¿qué defiende el uno y qué el otro? En un primer nivel de lectura, ya lo hemos dicho, federalismo frente a centralismo. Pero en un segundo nivel de lectura, como no deja de ser obvio, los intereses de Alemania frente a los intereses de Francia. Es posible que los intereses políticos de Alemania, por aquello de los länder, favorezcan el federalismo y que los intereses políticos de Francia, por aquello de los departements (hasta el País Vasco se llama simplemente Pirineos Atlánticos), propendan al centralismo. Pero lo que parece seguro es que, económicamente, a Alemania le interesa volcar los recursos de la UE en el Este (el Lebensraum otra vez) y que Francia no deja de ser un país mediterráneo. Vamos, que una federación de pequeños países débiles girando en torno al planeta germánico es la apuesta económica que conviene a Alemania y me parecería absurdo echárselo en cara (aunque también sería ingenuo no darse cuenta de que la pequeñez de los nuevos socios es un requisito imprescindible: Rusia es Europa, pero no interesa como competidor).

O sea que, junto a la apuesta política, hay una apuesta económica. Una apuesta económica que exige suprimir los fondos estructurales con los que se ha apuntalado el resurgir económico valenciano, y español en general, de las últimas décadas. Una apuesta económica que exige proyectar el turismo hacia nuevos mercados orientales y desviarlo de nuestras costas (a lo mejor, el violento rechazo que ha provocado la ecotasa balear en los medios alemanes es un episodio de esa batalla). Una apuesta económica, en fin, que exige favorecer las comunicaciones orientales y dejar estancadas las meridionales.

La cosa va en serio. Aunque la historia no suela repetirse, lo cierto es que la decadencia valenciana, al igual que la de los demás estados de la Corona de Aragón, se produjo en circunstancias económicas parecidas, cuando el descubrimiento de América abrió los mercados atlánticos hundiendo los mediterráneos. Y, paradójicamente, el resurgir de estos reinos, su Renaixença, vino ligado al levantamiento de las trabas arancelarias que la estructura federalista de la casa de Austria había impuesto a los territorios no castellanos. Dicho de otra manera: el centralismo ilustrado del siglo XVIII, que había desposeído a los reinos orientales de sus fueros y prohibido el uso de su lengua, representó un acicate para la reactivación económica de los mismos.

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Hoy estamos otra vez ante un dilema semejante, ante un conflicto entre el corazón y el bolsillo. Pero en los tiempos desestructurados que corren, en plena aldea global, no me cabe duda de que la tendencia es mirar los intereses y consolarse de los problemas sentimentales con un vaso gigante de Coca-cola y una sesión monstruo de consola, que para eso se llama así. Lo cual representaría un desastre para un país que a trancas y a barrancas estaba construyendo un raro patriotismo de la convivencia multicultural. Claro, que renunciar sin lucha a los fondos estructurales tampoco es la solución. Sería -será- la ruina, para qué engañarnos.Ya ven que el debate Schröder-Jospin nos toca de cerca. Pero aquí, en la Comunidad Valenciana, nadie lo diría. O no se sabe o no se puede o no se quiere abrir un debate público sobre el tema. Mientras proliferan los congresos más o menos milenaristas y mientras las Cortes siguen polemizando sobre el sexo de los ángeles, aquí andamos a la luna de Valencia. Estamos entre Escila y Caribdis -las dos rocas por las que tenía que pasar el barco de Ulises-, pero seguimos mirando para otro lado. Se ve que los únicos monstruos mitológicos que nos interesan son los arrecifes de cartón piedra que nos acaban de montar en Terra Mítica con la inestimable ayuda de los fondos estructurales. Y así nos va.

Angel.lopez@uv.es

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