Editorial:

Debate universitario

La nueva Ley de Universidades propuesta por el Ministerio de Educación supondría, caso de aprobarse en sus actuales términos, una modificación considerable del sistema universitario. Un texto tan complejo necesita de un análisis detallado, reflexión sobre las consecuencias de su aplicación y la búsqueda de consensos en la comunidad universitaria y en la sociedad que sostiene y para la que existe la institución universitaria. Lleva razón, en este sentido, la Conferencia de Rectores cuando solicita tiempo para digerir la propuesta y ofrecer alternativas en los aspectos que puedan resultar más di...

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La nueva Ley de Universidades propuesta por el Ministerio de Educación supondría, caso de aprobarse en sus actuales términos, una modificación considerable del sistema universitario. Un texto tan complejo necesita de un análisis detallado, reflexión sobre las consecuencias de su aplicación y la búsqueda de consensos en la comunidad universitaria y en la sociedad que sostiene y para la que existe la institución universitaria. Lleva razón, en este sentido, la Conferencia de Rectores cuando solicita tiempo para digerir la propuesta y ofrecer alternativas en los aspectos que puedan resultar más discutibles. Es positivo que los responsables ministeriales hayan aceptado ampliar el periodo de discusión pública antes de que el texto inicie su tramitación parlamentaria. Empeñarse en cumplir unos plazos excesivamente cortos hubiera podido interpretarse como un trágala o un deseo de eludir argumentos en contra.

Cumplida esta condición, cabe solicitar a todos los implicados una actitud constructiva que huya de defensas numantinas o rechazos en bloque. Ni la aplicación de una nueva normativa tendrá efectos milagrosos sobre la realidad universitaria ni las evidentes carencias de esta última justifican la defensa del actual estado de cosas y la negativa a explorar posibles vías de mejora. No hay duda de que los aspectos más visibles de la reforma propuesta por Pilar del Castillo responden a problemas reales, muchos de ellos imprevisibles en 1983, cuando se aprobó la Ley de Reforma Universitaria, actualmente en vigor. El acceso de los estudiantes y la conexión entre las enseñanzas secundaria y superior, la selección del profesorado, la incapacidad del sistema funcionarial para dar respuesta a la necesidad de impulsar la investigación, la confusión entre órganos de gestión y control, etcétera, son cuestiones que merecen una mirada sin prejuicios que aprenda de nuestra propia experiencia y de la ajena.

Para afrontarlos hay que sopesar los efectos colaterales de medidas como las contenidas en el borrador de la nueva ley, que pueden ser tan graves como los defectos que se pretenden subsanar. El impulso dado en los últimos tiempos a la creación de un espacio universitario europeo facilita la tarea al marcar las líneas que permitan la movilidad de estudiantes y profesores y una organización de las enseñanzas homologable más allá de nuestras fronteras. Sin olvidar que sin un aumento sustancial de los recursos dedicados a la enseñanza, y en particular a la universitaria, no habrá verdadero progreso y toda reforma quedará, en el mejor de los casos, en una mejor administración de la escasez.

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