Tribuna:

La selección natural de las lenguas

Aunque lo parezca, éste no quiere ser un nuevo artículo sobre el discurso del Rey referido a la imposición o no del castellano. El discurso, o más bien la imagen de un funcionario encerrado en un despacho redactando algo que le debía parecer sólido, sin saber que estaba metiendo la pata hasta la cintura, es un pretexto para comentar una ideología sobre las lenguas que es previa a este incidente. Una ideología que raras veces se hace explícita, pero que forma parte del paisaje -evidentemente, del paisaje del redactor del discurso y de todos los filtros que lo dejaron pasar- y que, lo más curios...

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Aunque lo parezca, éste no quiere ser un nuevo artículo sobre el discurso del Rey referido a la imposición o no del castellano. El discurso, o más bien la imagen de un funcionario encerrado en un despacho redactando algo que le debía parecer sólido, sin saber que estaba metiendo la pata hasta la cintura, es un pretexto para comentar una ideología sobre las lenguas que es previa a este incidente. Una ideología que raras veces se hace explícita, pero que forma parte del paisaje -evidentemente, del paisaje del redactor del discurso y de todos los filtros que lo dejaron pasar- y que, lo más curioso de todo, suele ser desmentida por la práctica de los mismos que creen en ella.

Esta ideología la podríamos calificar de darwinismo lingüístico. Hay quien se imagina un proceso de selección natural de las lenguas, de forma que prevalecen las mejor dotadas y se extinguen las que no están preparadas para competir en las selvas del mercado o de la comunicación. Para esta concepción, el español se habría impuesto en América -y en España- no por la fuerza, sino por ser un medio más eficaz de comunicación. En el supermercado de las lenguas del mundo, los habitantes de América -pero también los indígenas de Cataluña- habrían comprendido que el producto 'lengua española' tenía más prestaciones que el producto de la lengua propia y se habrían lanzado alegremente, libérrimamente, a comprarlo. Pagando el precio, gustosos, de perder la lengua propia, que al fin y al cabo vale menos.

Esta especie de darwinismo lingüístico se deja en el tintero -o llega a negar- un factor evidente: el papel del poder, militar, político, económico. Del poder de imponer. El latín -que aún hoy hablamos todos- se impuso en el Mediterráneo no por ser una magnífica lengua de comunicación, sino porque lo traían las legiones. El castellano no llegó a América como un nuevo esperanto para permitir la comunicación de los pueblos, sino porque lo llevaron y lo impusieron los conquistadores. También Jaume I bajó el catalán hasta Guardamar por la punta de la espada. Y si hoy el inglés es lengua franca internacional y la lengua de Internet, no es porque esté más dotado por razones lingüísticas que el castellano o el catalán, sino porque tiene detrás importantes formas de poder. Probablemente no es hora de escandalizarse por ello y menos con efectos retroactivos. Pero tampoco se puede tener la pretensión de negarlo.

Y es cierto que cuando una lengua crece, por la vía de la imposición y de ser compañera del imperio, genera formas culturales de gran interés y efectos benéficos de comunicación. Es cierto que, con el paso del tiempo, hay lenguas que han soportado culturas más sofisticadas, más plenas, más variadas. Pero también es cierto que este crecimiento por la vía de la imposición ha extinguido lenguas que no es que fuesen peores o menos dotadas para la cultura, sino que no han tenido tanto poder detrás. Y si como dijo Steiner en Girona cada lengua es un mundo y la muerte de cada lengua es el fin de un mundo, no sé si, como humanidad, hemos hecho un gran negocio.

Tras el discurso real se dijo a los catalanes que no nos preocupásemos, que -además de ser unos exagerados hipersensibles- no se referían a nosotros, sino a América. Peor. Todavía es más claro en América. Pero peor también porque el funcionario del despacho que milita en el darwinismo lingüístico no tenía a los catalanes en el mapa mental. Él estaba reconquistando América, jugando una partida de alta política lingüística contra el inglés, y no contaba con que en la retaguardia de lo que considera su propio ejército unos pesados le molestaran con la defensa de una lengua minoritaria que ya se ve que, Darwin en mano, es de las que están condenas a la fosilización.

Lo más curioso de todo es que los darwinistas lingüísticos suelen serlo de una manera asimétrica. Cuando miran a las lenguas que tienen menos poder que la propia, dicen que el poder no tiene que mezclarse con las lenguas, que no hay ni debe haber imposiciones, que ya dirá el mercado y su selección natural quién vive y quién desaparece. Pero cuando miran a los más grandes, se convierten a menudo en conservacionistas radicales, en partidarios de medidas de defensa en las que el poder participa directamente. Desde el castellano hacia el catalán, darwinistas. Desde el castellano hacia el inglés, proteccionistas para evitar que nos invadan culturalmente y que el castellano pierda peso, sin llegar, claro está, al riesgo de desaparecer. Vean la Constitución, artículo tercero, me parece.

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Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU.

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