Tribuna:LOS CICLOS ECONÓMICOS

Aritmética y política

El papel de Estados Unidos en la economía internacional y ante los cambios de ciclo, así como el posible relevo que puede realizar la Unión Europea, son analizados por el autor.

La toma de posesión de una Administración republicana en una situación económica poco prometedora ha alterado la posición oficial de Estados Unidos con respecto al resto del mundo, si no en sustancia, sí al menos en la forma; hemos vuelto a escuchar dos avisos que no se oyen con tanta frecuencia en otras circunstancias, y que conviene analizar, no sea que los errores de lógica y de interpretación que contienen lleven a la economía europea a donde no tiene por qué ir. Es obligado reconocer, sin embargo, la presencia de elementos favorables en ese cambio aparente de postura: es fácil compartir e...

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La toma de posesión de una Administración republicana en una situación económica poco prometedora ha alterado la posición oficial de Estados Unidos con respecto al resto del mundo, si no en sustancia, sí al menos en la forma; hemos vuelto a escuchar dos avisos que no se oyen con tanta frecuencia en otras circunstancias, y que conviene analizar, no sea que los errores de lógica y de interpretación que contienen lleven a la economía europea a donde no tiene por qué ir. Es obligado reconocer, sin embargo, la presencia de elementos favorables en ese cambio aparente de postura: es fácil compartir el escepticismo del secretario del Tesoro, el señor O'Neill, sobre la utilidad de las frecuentes reuniones del G-8; en cuanto a su promesa de una política exterior 'humilde', no por insólita deja de ser bienvenida.

El cambio de ciclo en EE UU no tiene por qué detener el crecimiento del resto del mundo

¡No más salvamentos! El primer aviso viene a decir que las autoridades de EE UU no están dispuestas a seguir tirando el dinero de sus contribuyentes para sacar de apuros a gobiernos irresponsables que vuelven a las andadas a la primera ocasión; al oírlo, el lector siente como si de golpe le hubieran arrebatado un refugio, al que no tenía derecho -puesto que estaba construido con el dinero de los impuestos pagados por el contribuyente norteamericano- pero que le protegía de una eventual catástrofe financiera.

Nada más falso: las operaciones de salvamento iniciadas por el Tesoro de EE UU no suelen costar dinero, puesto que se trata a lo sumo de allegar créditos que son religiosamente devueltos; en algunas ocasiones, no son necesarios siquiera desembolsos: como en las crisis bancarias en su variedad doméstica, basta a veces con que el público sepa que hay dinero para que se calmen los ánimos y los ahorros se queden en las cajas de los bancos. Si las autoridades estadounidenses han tomado a menudo la iniciativa, ello se ha debido, en general, a la mayor presencia de entidades norteamericanas en las zonas afectadas: la comparación de las distintas respuestas a las crisis mexicanas de antaño y a la turca de hoy puede servir de ejemplo. Así que esas iniciativas responden no tanto al deseo de asumir una responsabilidad sobre las finanzas mundiales, que Estados Unidos no tiene, como a la obligación que tienen las autoridades norteamericanas de actuar como prestamista de última instancia para con sus propias entidades financieras; para cuya labor, dicho sea de paso, suelen solicitar, con el justificante del riesgo sistémico, la colaboración de otros países, directa o indirectamente; es decir, a través del Fondo Monetario Internacional (FMI), a cuyos recursos contribuyen todos los países en distinta medida. Ya se ve, pues, que la imagen popular de las operaciones de rescate no se corresponde con su verdadera naturaleza; y que no hay razón para pensar que la respuesta de las autoridades norteamericanas frente a las crisis financieras del futuro haya de ser muy distinta de lo que ha sido en el pasado: si se abstienen en un caso concreto, será porque no tienen intereses importantes en la zona.

¿Crecimiento sin motor? El segundo aviso viene a decir -en palabras del secretario del Tesoro- que el resto del planeta no puede contar con que EE UU siga siendo el motor del crecimiento mundial. Estados Unidos, escribe un conocido analista, ha contribuido en más de un 25% al crecimiento de la economía mundial durante el periodo 1997-2000. Han hecho, pues, más de lo que le correspondía durante la pasada década; no así el resto del mundo. El lector ha de hacer un esfuerzo por no sonrojarse cuando le echan en cara que haya estado creciendo a costa de los demás. En realidad, sin embargo, la impresión que quiere transmitir ese segundo aviso se basa en un error de lógica y otro de aritmética.

Para descubrir dónde está el error de lógica, imagínese el lector a tres señores de 1,50 metros de estatura en una habitación; si en ella entra un gigante de 2,50 metros, la talla media de los ocupantes de la habitación pasará de 1,50 a 1,75 metros. El gigante ha contribuido en un 100% al aumento de la talla media, pero ¿acaso ha hecho crecer a los señores bajitos? Si decide abandonar la habitación, volviendo a dejar la talla media en 1,50, ¿podrán acusarle los otros tres de haberlos empequeñecido?

Ya ve el lector que una cosa es una media aritmética y otra una aportación real. Cuando se dice que la contribución de Estados Unidos al crecimiento mundial ha sido del 30% en estos últimos años, sólo se quiere decir que la economía estadounidense es algo más del 25% del total, y que ha estado creciendo algo más que el resto del mundo, y de ninguna manera que el 30% de lo que ha crecido, por ejemplo, la economía española se deba a los esfuerzos de Estados Unidos.

La confusión, involuntaria o intencionada, de una cosa con otra está presente en muchos de los pronunciamientos que uno escucha sobre motores y locomotoras del crecimiento.

Es cierto que EE UU contribuye literalmente al crecimiento de las economías de los demás países -es decir, a hacer crecer a los señores bajitos- a través de sus importaciones, que son, naturalmente, las exportaciones del resto del mundo. Pero -y ahí viene el error de aritmética- esa contribución es menor de lo que pudiera parecer: las importaciones de EE UU suponen un 3,5% de su PIB; como éste es, a su vez, algo menos del 30% del PIB mundial, resulta que las importaciones de ese país representan un 1,5% del PIB del resto del mundo. Así que sólo el 1,5% del estímulo a nuestra producción proviene de EE UU; el 98,5% restante es demanda interna, es decir, que proviene de nosotros mismos.

Ya se ve con estas cifras que una caída de las importaciones de EE UU no puede tener por sí sola un efecto catastrófico sobre el crecimiento del resto del mundo. El estoicismo con que los ciudadanos estadounidenses consumen queso francés, coches alemanes y corbatas italianas es muy de agradecer; pero no hay que temer que nuestra economía se hunda si sus compras se dirigen a otra parte.

El relevo. Lo anterior no tiene la pretensión de enjuiciar -lo que estaría fuera de lugar- los pronunciamientos de las autoridades norteamericanas sobre lo que puede ser su política frente al exterior, sino sólo de despojarlos de su retórica, para que el lector llegue quizá a la conclusión de que Estados Unidos sólo excepcionalmente actúa movido por algo que no sea su propio interés, a diferencia de otros países, que no hacen excepciones.

En realidad, no le haría falta reñirnos para que admitiéramos algo que es perfectamente legítimo. A saber, que, en una fase descendente del ciclo económico, se sentirá menos inclinado a preocuparse de lo que les ocurre a los demás.

Lo que importa de verdad es darse cuenta de que ni el cambio de Administración ni el cambio de ciclo en EE UU tienen por qué detener el crecimiento económico de ese 'resto del mundo' que comprende el 70% del PIB y el 95% de la población del planeta. La responsabilidad de no asustarse recae principalmente sobre los europeos, que constituimos una economía tan grande y tan sólida, aunque quizá no tan dinámica, como la de EE UU, y que deberíamos comportarnos como han hecho los norteamericanos desde 1995: invirtiendo, creciendo y ayudando, de paso, a crecer al resto -siquiera sea marginalmente- por el sencillo y agradable procedimiento de comprarles sus productos. Europa dará pruebas de haber asumido esa responsabilidad si, cuando se inicie la próxima crisis financiera, son el comisario de Asuntos Monetarios, el presidente del BCE y el ministro de Hacienda del país que ostente la presidencia de la Unión quienes toman la iniciativa de descolgar el teléfono para organizar el salvamento.

Es posible, aunque quizá no muy probable, que ese día la Administración estadounidense suelte un suspiro de alivio: por fin, pensará, los europeos se muestran capaces de desempeñar el papel que les corresponde.

Alfredo Pastor es profesor de IESE.

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