Tribuna:

Indignidad

Se pasó la mayor parte de su vida detrás de los cristales, observando a aquellas criaturas, a las que nunca comprendió. Vagaban de un lado a otro, o se detenían frente a él, y lo miraban con odio, con desprecio y hasta con cabreo, como si le reprocharan su inocente curiosidad. Pero él nunca se enfadaba. Tal vez, había un frenopático cerca y sacaban a los internos de paseo, por allí, cada tarde. Ni los identificaba, de tan semejantes. Le hacían muecas obscenas y hasta le sacaban la lengua. Podía escuchar sus gritos, sus conversaciones incoherentes y su temor infundado. Y para no excitarlos, ni ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Se pasó la mayor parte de su vida detrás de los cristales, observando a aquellas criaturas, a las que nunca comprendió. Vagaban de un lado a otro, o se detenían frente a él, y lo miraban con odio, con desprecio y hasta con cabreo, como si le reprocharan su inocente curiosidad. Pero él nunca se enfadaba. Tal vez, había un frenopático cerca y sacaban a los internos de paseo, por allí, cada tarde. Ni los identificaba, de tan semejantes. Le hacían muecas obscenas y hasta le sacaban la lengua. Podía escuchar sus gritos, sus conversaciones incoherentes y su temor infundado. Y para no excitarlos, ni aumentar su perturbación, permanecía inmóvil, ajeno a tanta demencia. Aunque no podía evitar la infinita pena que le causaban: estaban tan pálidos, que se le parecían sepulcros blanqueados. En todos aquellos años, sólo recordaba emocionadamente a una bella mujer que llevaba de la mano a un niño. Ambos eran de piel muy oscura y fulgurante, y cuando advirtieron su presencia se acercaron a él con el mayor respeto. El niño apretó su nariz en el cristal y lloró en silencio. Mientras le acariciaba los rizos al pequeño, la bella mujer le sonrió ruborizada, como si quisiera disculparse en nombre de todos. Cuánta ternura.Pero la vida es cruel y áspera. No hace mucho, unos hombres bien musculados, lo sacaron de su lugar y lo embalaron como un fardo, entre maderas y cordelería. Entonces recordó que ya había sido objeto de otros secuestros y atrocidades. Pero lo peor aún vendría después, cuando una doctora le arrancó los ojos y la cabellera, muy profesional y despiadadamente. Lo último que supo es que lo llamaban el Negro de Banyoles, y que el mundo era una gran mierda. Y eso que no llegó a enterarse de que había pasado de ser un trofeo de los bárbaros a la gloria efímera de un país, que probablemente nunca fue el suyo. De su larga vida, entre la biología y la disección, sólo nos ha dejado un vago recuerdo: lo suficiente para avergonzarnos. Y sin embargo, día tras día, desde el poder y el dinero se embalsaman ideas y sentimientos, mientras los taxidermistas de postín exhiben, como si nada, su deportivo y su indignidad.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En