Tribuna:

Gobernar la globalización

Un tren rechina lentamente por el valle del Mosela: inmensos pinos, viñedos en terrazas, preciosos pueblecitos, humo sereno en el cielo invernal. Un joven español que apenas puede respirar en un camión repleto de ganado, capturado cuando luchaba con la Resistencia francesa, cuenta los días mientras que él y los demás compañeros son trasladados inexorablemente desde Compiègne hasta el campo de exterminio nazi de Buchenwald. Al detenerse el tren en la estación, contempla el letrero: Trier.Así empieza la extraordinaria novela de Jorge Semprún El largo viaje (recientemente reeditada) sobre ...

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Un tren rechina lentamente por el valle del Mosela: inmensos pinos, viñedos en terrazas, preciosos pueblecitos, humo sereno en el cielo invernal. Un joven español que apenas puede respirar en un camión repleto de ganado, capturado cuando luchaba con la Resistencia francesa, cuenta los días mientras que él y los demás compañeros son trasladados inexorablemente desde Compiègne hasta el campo de exterminio nazi de Buchenwald. Al detenerse el tren en la estación, contempla el letrero: Trier.Así empieza la extraordinaria novela de Jorge Semprún El largo viaje (recientemente reeditada) sobre aquel autobiográfico viaje hacia la muerte. "¡Oh dios, rediós, sandiós, mierda! Es una mierda, el colmo de la estupidez, que sea Tréveris precisamente..., se lamenta el español... ¿Por qué?, pregunta un francés perplejo. ¿Lo conocías? No, es decir, nunca he estado aquí. ¿Pues conoces alguien de aquí? Eso es, desde luego, eso es... Es un amigo de la infancia, le explica. Pero en realidad está pensando en alguien anterior, un niño judío nacido en Tréveris en las primeras horas del día 5 de mayo de 1818".

Ese niño era, como habrán podido avidinar, Carlos Marx. De esta manera tan magistral se enfrenta Semprún a su propia paradoja de aquel momento: un joven marxista español llega a Buchenwald, uno de los horrores del Holocausto, y se encuentra en el lugar donde nació quien hasta entonces le había proporcionado sus señas de identidad ideológica.

La izquierda ha tenido multitud de paradojas, de antinomias con las que sorprenderse al confrontarse con la realidad. La historia está llena de ellas. Ahora vivimos otra, de singular factura: quien con más ímpetu demanda en España la competencia como método apropiado de asignación de los recursos económicos es la izquierda moderada, frente a una derecha política que, instalada en el poder, multiplica los regalos a la derecha económica, concentrada en monopolios cada vez más poderosos. Por cierto, hablando de Marx, como estudioso del capitalismo no se equivocó sobre esta concentración del poder económico: pronosticó que al madurar el sistema veríamos recesiones periódicas, una dependencia cada vez mayor de la tecnología y el surgimiento de inmensas empresas, oligopolios, que extenderían sus pegajosos tentáculos por todo el mundo en busca de nuevos mercados que explotar.

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Hay más contradicciones que resolver. Lo hemos visto los días pasados en Praga, y antes en Seattle, Bangkok, Londres o Washington. La izquierda que se manifiesta en esos lugares en contra de la globalización (también hay una derecha aislacionista y grupúsculos violentos que trabajan en mancuerna y desvirtúan los objetivos) fue internacionalista en su trayectoria, mientras que la derecha fue nacionalista, cerrada, autárquica. Sin embargo, ahora se opone a un determinado tipo de mundialización, y es la derecha capitalista la más entusiasta partidaria de globalizar la economía. Es preciso superar los eslóganes poco afortunados para devolver a la revuelta su sentido e identificar qué es lo que de verdad se intuye o se teoriza en la misma. No lo que dicen los partidarios del statu quo. Hay demasiados intereses en desvirtuar los contenidos de la crítica a esta forma de globalización. No hay más que observar la irritación frente a los críticos y los comentarios de algunos medios de comunicación ante lo sucedido en Seattle o Praga. Tantos Goliat para tan pocos David.

La globalización es un proceso por el cual las políticas económicas nacionales se van diluyendo en beneficio de una política económica internacional. Pero es como la lengua de Esopo: susceptible de lo mejor y de lo peor. Lo mejor: multiplicar el bienestar de sus beneficiarios al poner al alcance de los mismos miles de productos (materiales, culturales) de todo el planeta. Lo peor: las gigantescas desigualdades que genera.

Pedir la desaparición de los organismos multilaterales nacidos en Bretton Woods después de la última postguerra es un grave error. Es cierto que la acción de los mismos (FMI, BM, OMC) ha sido en muchos casos negativa, mecánica y opaca. Pero peor sería cerrarlos. Negativa: los ajustes llevaban a una política macroeconómica de rigor que devenía en un rigor mortis microeconómico para los ciudadanos más desfavorecidos. Mecánica: se aplicaban las mismas recetas en unos países que en otros, independientemente de las coyunturas y condiciones políticas e institucionales. Opaca: en las reuniones de esos organismos se aprobaban ponencias o resoluciones que no habían sido previamente debatidas en los parlamentos ni en las opiniones públicas de los países que los componen y financian (recuérdese el caso del fallido Acuerdo Multilateral de Inversiones).

No hay peor cuña que la de la misma madera. El economista jefe del Banco Mundial, el célebre Joseph Stiglitz, abandonó la institución al estar en contra de su política y publicó un artículo titulado Información confidencial: lo que aprendí de la crisis económica mundial, en el que, entre otras cosas, escribía: "Dirán que el FMI es arrogante. Dirán que el FMI no escucha realmente a los países en vías de desarrollo a los que se supone tiene que ayudar. Dirán que el FMI es hermético y ajeno a la responsabilidad democrática. Dirán que los remedios económicos del FMI a menudo empeoran las cosas y convierten los enfriamientos en recesiones y las recesiones en depresiones. Y tendrán razón. En teoría, el FMI apoya a las instituciones democráticas de los países a los que ayuda. En la práctica, socava el proceso democrático al imponer su política. Oficialmente, por supuesto, el FMI no impone nada. Negocia las condiciones para recibir su ayuda. Los que critican a la institución la acusan de hacer la política económica con molde, y tienen razón. Se ha dado el caso de algunos equipos asignados a un país que ya tenían redactado el borrador de informe antes de visitarlo. Y me han contado un desgraciado incidente en el que los miembros de un equipo copiaron gran parte del texto de un informe sobre un país y lo usaron al por mayor para el informe de otro". Y concluye Stiglitz: desde el final de la guerra fría, la gente encargada de difundir el evangelio del mercado por los rincones remotos del planeta ha adquirido un poder tremendo. Estos economistas, burócratas y funcionarios actúan en nombre de Estados Unidos y de los demás países industrializados, pero hablan un idioma que pocos ciudadanos corrientes entienden y que pocos políticos se molestan en traducir. Puede que hoy la política económica sea la parte más importante de la interacción de Estados Unidos con el resto del mundo. "A pesar de ello, la cultura de la política económica internacional en la de-

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mocracia más poderosa del mundo no es democrática".Pues bien, pese a esos errores fundamentales, las organizaciones multilaterales tienen en la globalización un papel regulador central, más significativo que nunca. Su desaparición sería saludada como un triunfo por los aislacionistas y los neoliberales partidarios de que cada palo aguante su vela, sin ayudas exteriores. No serían sustituidas por otras instituciones porque no habría nadie (nadie es, fundamentalmente, Estados Unidos) interesado en desarrollarlas y financiarlas. Lo mejor, para esos intereses, es la nada, la ley del más fuerte. Donde hay fuertes y débiles, la libertad oprime y la ley libera. Es preciso trabajar para reformarlas en una doble dirección: concretar la llamada nueva arquitectura financiera internacional, dotando al FMI y al BM de funciones precisas, entre las que la lucha contra la pobreza y la desigualdad cobra un lugar determinante, y democratizarlas, de modo que todos los países, y no sólo EE UU, juegue un papel dentro de ellas. La 55ª asamblea anual del FMI y del BM no ha fracasado sólo porque sus críticos hicieron añicos su credibilidad en las calles, sino porque estuvo ayuna de contenidos. Las pocas decisiones tomadas, sobre la estabilidad del euro y la intervención en los mercados del petróleo, lo fueron por los países más ricos del mundo reunidos inorgánicamente en el G-7, no por el FMI ni por el BM. Esos países condicionan toda la agenda del Fondo y del Banco.

La gran ironía de la izquierda es que, tras tantos años de críticas a los organismos multilaterales por su falta de democracia, ahora tengan que defenderlos para que no dejen de existir.

El eslogan Contra la globalización, sin matices, implica su contrario: a favor de un paradigma alternativo autárquico, cerrado. Significa volver al pasado, no aprovechar lo mejor del progreso. La globalización, tal y como está concebida hoy, se caracteriza por una libertad absoluta de los capitales para moverse de un sitio para otro, sin limitaciones; libertad bastante amplia de bienes y mercancías, y restricciones a los movimientos de personas. Se trata no de estar contra la globalización, sino de completarla, regularla: gobernarla. Que las personas puedan cambiar de lugar de trabajo y de estancia; que los países en desarrollo puedan exportar sus productos sin el proteccionismo de los países ricos. Que haya una globalización política, de la ecología, de los derechos humanos que controle los movimientos de capital e instaure reglas, semáforos obligatorios para todos. En definitiva, que los poderes políticos mundiales, democráticamente elegidos, gobiernen a los poderes económicos en bien del interés general. La utopía es más, mucha más globalización, no menos. Pero no de unos pocos contra todos.

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