Tribuna:

Petróleo

A cualquiera se le ha ocurrido pensar, vistas las experiencias de otros países, que el Gobierno español debía tener de antemano preparadas las medidas necesarias para evitar las jornadas perdidas y los colapsos en el suministro de carburante. Pero no. El Gobierno ha tratado este problema como si no hubiera tenido ninguna noticia de que el asunto castigara a otras regiones ni que, por lo tanto, fuera mejor evitarlo con algún remedio ya listo. El Gobierno tiene que negociar. Los sectores exigen negociar. Todo el mundo, en estos casos, quiere y necesita negociar.La negociación es respecto al conf...

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A cualquiera se le ha ocurrido pensar, vistas las experiencias de otros países, que el Gobierno español debía tener de antemano preparadas las medidas necesarias para evitar las jornadas perdidas y los colapsos en el suministro de carburante. Pero no. El Gobierno ha tratado este problema como si no hubiera tenido ninguna noticia de que el asunto castigara a otras regiones ni que, por lo tanto, fuera mejor evitarlo con algún remedio ya listo. El Gobierno tiene que negociar. Los sectores exigen negociar. Todo el mundo, en estos casos, quiere y necesita negociar.La negociación es respecto al conflicto algo más que una fórmula técnica, y de ahí su formidable atractivo, en cualquier caso. La negociación conlleva, secretamente, un simbólico proceso de amor, que propicia embates, retrocesos, merodeos, aproximaciones o distanciamientos. Y que demanda una precisa e inabreviable cantidad de tiempo. No se puede negociar de un golpe ni tampoco negociar con prisas. La sensación de que se ha negociado adecuadamente va inseparablemente unida a procelosas sesiones hasta altas horas de la madrugada. Ninguna negociación vale la pena o logra su mínima importancia desprovista de un plazo largo trufado de fatiga, roces y desgastes físicos. Como en la buena ceremonia del amor la negociación más cabal se efectúa poco a poco, los espacios se ganan meticulosamente y se avanza explorando las reacciones. Sin término.

En cada lado de la negociación anida la creencia implícita de que se llegará alguna vez a un acuerdo pero existe, simultáneamente, la convicción de que no doblegarán sus condiciones. Por eso, al fin, cuando el documento se ha puesto en limpio y vienen a estampar su firma los representantes, en sus caras brilla el asombro del resultado y posan ante los fotógrafos más felices de lo que acaso deberían estarlo. La razón de ese júbilo es que el pacto acaba siendo siempre un sortilegio, sin plena relación con lo tratado. O dicho de otro modo: el pacto, al fin, pasa a ser, tras el fragor de los contactos, algo más que un mero toma y daca puesto que ambas facciones se han visto obligadas, para debatir mejor, a situarse en la posición de su oponente y a acoger también, aun sin querer, su aliento.

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