Tribuna:

Francfort-Eltville

Con la elevación de su tipo de interés de intervención, el BCE ha tratado de reducir las amenazas inflacionistas que pesan sobre el área y, de paso, frenar la depreciación del euro, que en las últimas semanas ha vuelto a rozar mínimos históricos. Ahora más que en ocasiones anteriores, la satisfacción de este último propósito se manifiesta como condición para el alcance del primero, no sólo porque la depreciación alcanzada coexiste con una elevada pulsación de la demanda interna en la eurozona, sino porque lo hace con la elevación, también hasta niveles inquietantes, del precio del petróleo. El...

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Con la elevación de su tipo de interés de intervención, el BCE ha tratado de reducir las amenazas inflacionistas que pesan sobre el área y, de paso, frenar la depreciación del euro, que en las últimas semanas ha vuelto a rozar mínimos históricos. Ahora más que en ocasiones anteriores, la satisfacción de este último propósito se manifiesta como condición para el alcance del primero, no sólo porque la depreciación alcanzada coexiste con una elevada pulsación de la demanda interna en la eurozona, sino porque lo hace con la elevación, también hasta niveles inquietantes, del precio del petróleo. El impacto del encarecimiento del dinero sobre la contención de las tensiones inflacionistas no es, sin embargo, equivalente al que tendrá sobre el tipo de cambio del euro.Con independencia de la renovada discusión, más académica que política, acerca de la conveniencia de la variación de los tipos de interés con el propósito adicional de condicionar la evolución del precio de los activos financieros -las cotizaciones bursátiles o los tipos de cambio- la experiencia acumulada por el BCE no avala la eficacia de esas pretensiones defensivas del tipo de cambio a través de la variación de los tipos a corto plazo. No sería la primera vez que a un ascenso de los tipos oficiales le sucediera una depreciación adicional del tipo de cambio del euro, poniendo de manifiesto que el atractivo relativo de la moneda única no radica tanto en el precio del dinero como en la rentabilidad de las inversiones, en particular de las empresas, a más largo plazo.

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Y es en este punto en el que siguen siendo dudosas las posibilidades de que el área euro iguale el atractivo que ofrecen las posibilidades inversoras en la economía estadounidense. En los primeros seis meses de este año las compañías europeas han anunciado compras de activos estadounidenses por un valor superior a los 220.000 millones de dólares, frente a los 33.000 millones invertidos por compañías estadounidenses en Europa, de las que las materializadas en la zona euro han tenido un valor poco más que testimonial, frente a los 168.000 millones de dólares que el conjunto de los once ha destinado a compras en EE UU. Todo ello, a pesar del encarecimiento del dólar frente al euro, que en ausencia de otras consideraciones debería haber estimulado los flujos de inversión directa en sentido contrario.

Esas otras consideraciones tienen un carácter estructural, más directamente vinculadas al ritmo de adaptación de la Europa continental a las exigencias que impone el disfrute de la nueva economía: de la eficiencia asociada a la utilización empresarial de esas nuevas tecnologías que están permitiendo la generación de excepcionales ritmos de crecimiento de la productividad al otro lado del Atlántico, compatibles con una tasa de desempleo no menos envidiable. Es en este ámbito, donde, ya no la institución radicada en Francfort, sino los ministros de finanzas europeos deberían adoptar decisiones que fueran más allá de esa gira promocional de la credibilidad del euro que Francia y Alemania han acordado en la reciente reunión de Eltville.

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