Tribuna:

De Banyoles a Tasmania XAVIER MORET

Después de nueve años de polémica, parece que el famoso negro de Banyoles volverá pronto a su tierra, al África donde nació y donde fue disecado en la primera parte del siglo XIX. Desde 1992, año en que el médico de origen haitiano Alphonse Arcelin alzó su voz contra la exhibición del guerrero bechuana en el Museo Darder de Banyoles, se han oído todo tipo de argumentos, a favor y en contra. Se ha dicho que la exhibición del negro, y de hecho todo el contenido del Museo Darder, responde a un concepto museológico característico del siglo XIX que no puede romperse ahora en nombre de lo políticame...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Después de nueve años de polémica, parece que el famoso negro de Banyoles volverá pronto a su tierra, al África donde nació y donde fue disecado en la primera parte del siglo XIX. Desde 1992, año en que el médico de origen haitiano Alphonse Arcelin alzó su voz contra la exhibición del guerrero bechuana en el Museo Darder de Banyoles, se han oído todo tipo de argumentos, a favor y en contra. Se ha dicho que la exhibición del negro, y de hecho todo el contenido del Museo Darder, responde a un concepto museológico característico del siglo XIX que no puede romperse ahora en nombre de lo políticamente correcto. También se ha dicho que es una "salvajada" exponer, a finales del siglo XX, un humano disecado en un museo. Los habitantes de Banyoles, por su parte, han defendido a su negro con uñas y dientes. "Siempre ha estado aquí y le tenemos cariño", solía ser su argumento. Y añadían: "Es algo que no tiene nada que ver con el racismo". Más allá de la polémica, sin embargo, el drama del guerrero africano, ahora que sus restos se disponen a volver a su África natal, es que nunca ha tenido un nombre. Siempre ha sido el negro de Banyoles, sin nombre conocido y sin una historia individual de su etapa africana, aparte de las investigaciones que establecen que era un jefe tribal bechuana y que los hermanos Verreaux lo disecaron en 1830 y lo exhibieron en París, donde Darder lo compró para incorporarlo a su colección.El caso de esta "pieza de museo" recuerda, por sus características, el de la última mujer aborigen de la isla australiana de Tasmania, fallecida en 1876. Ella sí tenía un nombre, Trucanini, aunque en sus últimos años de vida se la conocía como "la reina aborigen". Y también tenía una historia, una historia muy triste que aún hoy avergüenza a muchos australianos.

En las fotos que todavía se conservan, puede verse que Trucanini era una mujer menuda, de más o menos 1,30 metros, piel negra y facciones claramente aborígenes. Cuando nació a principios del siglo XIX, en la isla de Bruny, cerca de Tasmania, los pioneros y convictos ya estaban llevando a cabo una especie de limpieza étnica de la isla que culminaría, entre 1829 y 1834, con el internamiento de los supervivientes aborígenes en la isla de Flinders. Allí intentaron, con ánimos regeneracionistas, inculcarles la cultura de los blancos. Les pusieron nombres europeos, les dieron Biblias y les enseñaron a leer y a escribir, a comprar y a vender. Al final, en vista de que no se integraban y de que se empecinaban en mantenerse arraigados a sus costumbres, las autoridades optaron por olvidarse de sus ansias de civilización y se contentaron con mantenerlos prisioneros en la isla. De los 135 aborígenes encerrados en Flinders, en 1847 sólo quedaban 47, que fueron trasladados cerca de la capital de Tasmania, Hobart. Allí pasaron sus últimos años, bebiendo ron y dejando que los fotografiaran enfrente de sus cabañas.

El último aborigen de Tasmania, William Lane, murió en 1869. Sus restos fueron el centro de una disputa entre la Real Sociedad de Tasmania y el Colegio Real de Médicos de Londres. Un médico del colegio llegó a decapitar el cadáver de Lane, lo despellejó, se llevó su cráneo e introdujo en su lugar el de un blanco. Los de la Real Sociedad, como venganza, cortaron sus pies y manos y los tiraron. El médico, mientras, envió a Londres el cráneo envuelto en una piel de foca, pero los marineros que lo llevaban se hartaron del fuerte olor que desprendía el "paquete" y lo lanzaron por la borda en alta mar.

La suerte de Trucanini, la última aborigen, no fue mejor. Vio morir a su madre apuñalada por colonos blancos y durante años fue obligada a ejercer la prostitución entre los cazadores de focas. Antes de morir en Hobart, en 1876, proclamada "reina de los aborígenes", sus últimas palabras, pensando sin duda en William Lane, fueron: "No dejéis que me corten, quiero que me entierren detrás de las montañas".

Las autoridades de la isla, movidas quizá por la mala conciencia, celebraron un funeral multitudinario, pero en realidad enterraron un ataúd vacío. El cadáver de Trucanini fue enterrado en la cárcel de Hobart. En 1878, lo desenterraron, hirvieron sus huesos, los pusieron en una caja de manzanas y los guardaron en un sótano del Museo de Tasmania. Muchos años más tarde, cuando iban a tirar la caja, alguien leyó que aquéllos eran los huesos de la última aborigen y decidieron exponerlos en una vitrina del museo. En 1947, sin embargo, ante las protestas de los visitantes, los enviaron de nuevo al sótano. No fue hasta 1976, en el centenario de la muerte de Trucanini, cuando sus restos fueron quemados y se esparcieron sus cenizas por el mar.

Trucanini, la última aborigen de Tasmania, tuvo que esperar 100 años para tener un digno final, más allá de las tristezas de su vida y de las polémicas que siguieron a su muerte. El negro de Banyoles, el bosquimano sin nombre, parece que se acerca también a un final que hará olvidar vilezas y polémicas. Un final, no obstante, sin nombre.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En