Tribuna:

Sin novedad

El semanario Paraula, portavoz de la Iglesia católica valenciana, publica en su número del 30-4-2000 una carta pastoral del arzobispo, Agustín García-Gasco, que lleva por título La identidad de la Escuela Católica. En ella el prelado acude a un ramillete de banalidades retóricas con el fin de promocionar la enseñanza privada, tradicionalmente en manos del clero.Empieza constatando que la educación está en crisis y, sin más análisis, descarta de un plumazo las causas sociales, culturales, tecnológicas o económicas para afirmar que la raíz del problema es antropológica, es decir "la confusión so...

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El semanario Paraula, portavoz de la Iglesia católica valenciana, publica en su número del 30-4-2000 una carta pastoral del arzobispo, Agustín García-Gasco, que lleva por título La identidad de la Escuela Católica. En ella el prelado acude a un ramillete de banalidades retóricas con el fin de promocionar la enseñanza privada, tradicionalmente en manos del clero.Empieza constatando que la educación está en crisis y, sin más análisis, descarta de un plumazo las causas sociales, culturales, tecnológicas o económicas para afirmar que la raíz del problema es antropológica, es decir "la confusión sobre en qué consiste ser hombre".

Para paliar dicha crisis, continúa, "es necesario que la escuela católica se libere de vacilaciones y complejos (?) y funde su ser y su acción en la verdad del ser humano", es decir, en "la formación del hombre para la vida presente y para la vida eterna". Por eso, "ha de propiciar que la educación sea el resultado conjunto de tres sociedades: la familia, la comunidad política y la Iglesia". Nótese el fuerte aroma falangista de la última frase.

Una vez subdividida la ciudadanía en esta nueva Trinidad, García-Gasco sitúa al tercer componente del trío -la Iglesia- en el papel de "ayuda indispensable a los padres, para que puedan llevar adelante su responsabilidad de educar a los hijos" y, tras acusar al segundo -la sociedad política- de "rentabilizar el esfuerzo invertido en educación para provecho propio", erige a la escuela católica en "avanzadilla de la sociedad verdaderamente libre", y se queda tan ancho ante un sofisma de tamaños quilates, ya que no nos explica en qué razones históricas se basa al considerar que los curas han sido o son vanguardia de algo.

¿Qué hay debajo de tales naderías? El final de la carta arzobispal lo deja claro: los poderes públicos -es decir, esos que acaba de descalificar-, "han de favorecer con toda decisión los modos de educación que desarrollen integralmente a las personas" (léase la escuela católica, "levadura de lo mejor de lo humano"). Lo cual, hablando en plata, significa dadnos el dinero, que nosotros haremos lo demás.

Tras leer dicha epístola, auténtica propaganda subliminal dirigida a Tarancón para que siga subvencionando al Opus, a uno se le ocurre que el arzobispo podría mostrar al menos un poquito de rigor en sus argumentaciones, aunque sólo fuese para acallar a los más críticos con la Iglesia, pero dos mil años de existencia han demostrado que razonamiento cartesiano y discurso episcopal suelen ser incompatibles. Seguimos sin novedad en el Alcázar.

Entre tanto, en vez de pontificar y atribuirle a su empresa unos méritos imaginarios, me gustaría escuchar de García-Gasco alguna autocrítica sobre el papel educador representado durante el franquismo por la Iglesia española en la formación de la misma "comunidad política" que ahora él denigra y, de paso, podría aclarar por qué únicamente le hace ascos a las "discusiones ideológicas o partidistas" cuando no le convienen. ¿O será que la educación religiosa nacionalcatólica, al igual que la complicidad en la cruzada, es también un asunto del que la Iglesia sólo se examina ante Dios?

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Los no creyentes lo tenemos crudo: además de carecer de vida eterna, si metemos la pata hemos de responder ante los hombres.

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