Tribuna:

Últimos versos

E. CERDÁN TATO

La respuesta decía: Todas las computadoras apuntan a Somalia. A tu regreso de Zúrich, abriste el correo electrónico. Allí estaban la suavidad de la azalea silvestre; la ternura de Juan Gelman; la demoledora denuncia de D'Andrea: Usted, Pinochet, con el pecho blindado a medallas de ninguna guerra, por su "cobardía vitalicia"; la paciencia de tu agente literario: "¿para cuándo tu novela?"; el aviso del virus Pretoria. Pero tú buscabas la certeza del poeta amigo, y estaba en el primer verso: Todas las computadoras apuntan a Somalia. Ese día, en El Cairo, los líderes africano...

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E. CERDÁN TATO

La respuesta decía: Todas las computadoras apuntan a Somalia. A tu regreso de Zúrich, abriste el correo electrónico. Allí estaban la suavidad de la azalea silvestre; la ternura de Juan Gelman; la demoledora denuncia de D'Andrea: Usted, Pinochet, con el pecho blindado a medallas de ninguna guerra, por su "cobardía vitalicia"; la paciencia de tu agente literario: "¿para cuándo tu novela?"; el aviso del virus Pretoria. Pero tú buscabas la certeza del poeta amigo, y estaba en el primer verso: Todas las computadoras apuntan a Somalia. Ese día, en El Cairo, los líderes africanos pusieron Europa en la balanza: tantas toneladas de carne humana apuntan a Somalia, a Mozambique, a Etiopía. Y las naciones de la UE se resisten al perdón de la deuda externa, después de la vileza. Y cómo saquearon y aniquilaron territorios y gentes, en las antiguas colonias. Del expolio de tanta riqueza, en el nombre de un dios y de una corona, guardan un África en su recuerdo y en sus bolsillos. Aquí, en España, son varios millones de ciudadanos a quienes el Estado del bienestar, sin necesidad de referéndum, les ha concedido la independencia y la libertad de la miseria, como a Somalia. Qué magnanimidad. Por eso tú, no más llegar de Zúrich, tecleaste una nota a tu amigo poeta: Querido muerto: siéntate a la puerta de tu urna cineraria y verás pasar el cadáver de la mitad de tu pueblo. La otra mitad, habita el frenesí de la mercancía y abastece la mesa del poder. Así se consideran felices. Y sabes que los niños y los consumidores no mienten. Ya ves cómo va: se abdica de la condición solidaria y de su memoria, y las conciencias se abaten a escopetazos, en el club de tiro. Tu amigo poeta, que hizo romances, editó libros y recitó revoluciones, a zancadas delante de los guardias, te lo dijo en los últimos versos: Si hablo, es mi discurso un argumento que se estampa en el muro de los negados. Pero aún así, nunca te calles. Te sustenta ese aire ardiente que llega de África: todo el horror de nuestra propia y descarnada imagen.

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