Tribuna:

Bilbao-Broadway

ENRIQUE MOCHALES

Circular en coche por Bilbao se ha puesto difícil. Lo mejor es poner en movimiento las piernas y disfrutar de la ciudad, o de lo que queda de ella, como un humilde peatón. Pero supongamos que tiene usted una importante cita en la que está en juego el futuro de la economía vasca. Como un ciudadano más, va a tomar usted el metro de Bilbao, esa obra de la ingeniería del pasado siglo veinte. Anonadado por la maestría de las perspectivas, a punto de desmayarse como Stendhal ante tanta belleza, baja usted en uno de esos ascensores que todos quisiéramos para nuestro chalet pri...

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ENRIQUE MOCHALES

Circular en coche por Bilbao se ha puesto difícil. Lo mejor es poner en movimiento las piernas y disfrutar de la ciudad, o de lo que queda de ella, como un humilde peatón. Pero supongamos que tiene usted una importante cita en la que está en juego el futuro de la economía vasca. Como un ciudadano más, va a tomar usted el metro de Bilbao, esa obra de la ingeniería del pasado siglo veinte. Anonadado por la maestría de las perspectivas, a punto de desmayarse como Stendhal ante tanta belleza, baja usted en uno de esos ascensores que todos quisiéramos para nuestro chalet privado. Está ante la máquina expendedora, perfectamente impoluta si no fuera por los rayones de los que afilan las monedas. Y en ese momento, cae usted en la cuenta de que le faltan monedas. Sólo tiene usted un billete de cinco mil, y sabe que en el metro de Bilbao no se admiten billetes de cinco mil. Somos así de desprendidos. No aceptamos su dinero. Deberá usted proveerse de cambios en un bar, el dueño del cual le mirará de malas maneras, como si fuera usted un falsificador.

Si por casualidad ha logrado usted cambiar el billete sin que le digan que se vaya a tomar vientos, volverá obedientemente a la máquina expendedora, que rechazará sucesivamente las monedas que usted introduzca en la ranura. Dios santo, la economía vasca está en juego. Se convertirá usted en otro humilde rayador de máquinas. Esperará el siguiente metro en la capilla sixtina de Indautxu analizando el cartel promocional de una película y a la rubia que hay delante. Seguramente ha visto usted ese anuncio en el que dos jóvenes se miran en el metro, y es totalmente consciente de que los lugares públicos dan mucho morbo.

Tal vez se pregunte usted, meditabundo mientras espera, por qué nadie se ha suicidado aún en el metro. La respuesta está clara: ¡semos europeus! Nadie tiene intención de hacerlo. En una encuesta realizada por el C.I.V. (Centro de Inteligencia Vasco), el 80 % de los vascos declaraba que no tenía ninguna intención de suicidarse en el metro. Un 10%, por su parte, manifestaba una oposición reticente, sin descartar del todo esa opción para un futuro, y el 10% restante no sabía, no contestaba, o lo hacía de evidente mal genio. Mientras va usted pensando en estas tonterías, puede que se le pase su parada, porque le ha hipnotizado la voz mecánica que las nombra. Pero da lo mismo, es estupendo poder gozar de otro viaje en el metro. Al llegar nuevamente a la parada -la que ha pagado usted con sus cambios, que tanto le ha costado conseguir: pero usted posee una parada de metro- se detiene ante la puerta en donde presiona frenéticamente el botón con el índice hasta que casi se rompe el dedo. La puerta, por fin, se abre, con bastante retraso. Sale usted del metro elegantemente, como en un anuncio de una compañía de seguros. Usted ha tomado clases en la escuela de urbanidad y sabe cómo salir con garbo, adelantando un pie con donaire, echando a un lado la bufanda de cashmire marrón clara. Usted pertenece al Gran Mundo. Sabe que del metro de Bilbao no se puede salir de cualquier forma: de una cosa tan mona hay que salir con ganas de comerse el planeta. Riau.

Y ahí está usted, agresivo ejecutivo de la City, bajo las gigantescas construcciones pinchando el cielo y pisando las calles recién pavimentadas. Todavía ha de tomar otro transporte hasta la sala de reuniones donde se decidirá nuestro futuro. En la imagen en blanco y negro, iluminada al estilo de Manhattan, se le ve a usted quieto, muy cool, en una verdadera estampa de Broadway, con la chaqueta al hombro y la cartera en la otra mano, con su corbata de Hermès y su traje a medida, esperando el tranvía. El tranvía -oh, qué cosa más monísima- se acerca, y usted, con un juvenil brinco, se cuela dentro. Tras un corto y glamuroso viaje en el nuevo transporte público usted ha llegado con la cabeza fresca a la cima, no suda, y está preparado para discutir si sube o no el precio de las boinas en Euskadi para el consumo interno y la exportación. Una vez más, los transportes públicos han salvado el mundo, amigos. Utilícenlos.

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