Editorial:

Los olvidados

Algo básico falla en una sociedad tan multilateral, globalizada e intercomunicada cuando decenas de miles de personas tienen que sobrevivir días enteros en las copas de los árboles, en precarios tejados o incluso en postes eléctricos antes de ser rescatadas, si finalmente lo son, de las aguas desmandadas. Lo que está sucediendo en Mozambique, donde miles de personas pueden estar muriendo cada día por falta de ayuda, evidencia trágicamente la realidad de terceros y cuartos mundos dentro de nuestro mundo, de lugares más allá de esa valla bien real que parece delimitar la condición de lo humano.L...

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Algo básico falla en una sociedad tan multilateral, globalizada e intercomunicada cuando decenas de miles de personas tienen que sobrevivir días enteros en las copas de los árboles, en precarios tejados o incluso en postes eléctricos antes de ser rescatadas, si finalmente lo son, de las aguas desmandadas. Lo que está sucediendo en Mozambique, donde miles de personas pueden estar muriendo cada día por falta de ayuda, evidencia trágicamente la realidad de terceros y cuartos mundos dentro de nuestro mundo, de lugares más allá de esa valla bien real que parece delimitar la condición de lo humano.La catástrofe que, en estimación del presidente Chissano, padecen más de un millón de sus compatriotas corre el riesgo de ser tratada finalmente como un suceso; desmesurado, pero suceso. La razón principal es que ocurre en el corazón de África, una región de interés remoto para los circuitos internacionales de la atención y el dinero. Así, después de tres semanas de diluvio e inundaciones, sigue siendo un puñado de helicópteros el grueso del material que las potencias más ricas y las grandes y publicitadas organizaciones de ayuda pueden poner a disposición de los mozambiqueños que intentan resistir desesperadamente. La mayoría de los muertos ni siquiera han sido contados, porque permanecen bajo el agua o yacen en lugares de imposible acceso. Hasta la solidaridad parece tener medidas diferentes según donde se ejerza.

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Los desastres naturales son siempre más dañinos donde menos hay. No existen en los países miserables mecanismos de alerta apropiados, y, desatada la calamidad, las alternativas de la población para sustraerse a sus consecuencias son prácticamente nulas. Mozambique, que rara vez figura en una estadística que no sea tenebrosa, no es sólo uno de los países más pobres del África subsahariana, la región más endeudada del planeta y donde vive una cuarta parte de la población que padece hambre. Hace ocho años salió de una larguísima guerra interna que se ha cobrado centenares de miles de vidas y reducido a escombros las escasas infraestructuras de la ex colonia portuguesa.

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Aun si disfrutara de un sistema político impecable y una Administración ejemplar, sus posibilidades de salir de la miseria serían casi inexistentes. Con 8.000 millones de dólares de deuda externa, Maputo destina más de 200 millones de pesetas a la semana a pagar sus facturas internacionales. Naciones Unidas se fijó en 1970 el objetivo de que los países ricos contribuyeran con el 0,7% de su PIB a aliviar la suerte de los más necesitados. Treinta años después, sólo Dinamarca, Suecia y Holanda hacen honor al compromiso. Estados Unidos dona el 0,1% y España no llega al 0,3%. Las cifras adquieren su verdadera dimensión con la hecatombe de Mozambique al fondo.

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