Tribuna:

Menos lecciones sobre Haider

PEDRO UGARTE

Todos tenemos algún recuerdo de la adolescencia (y a lo peor de mucho tiempo después) en que un invariable charlatán se hacía lenguas de sus gestas sexuales cuando lo más probable es que fuera el más casto de toda la pandilla, y aún de todas las pandillas que en el mundo han sido. En general, los grandes conquistadores son hombres modestos, que guardan en un secreto álbum de la memoria sus mejores piezas. Del mismo modo, los auténticos millonarios pasan a nuestro lado desapercibidos, casi imperceptibles, envueltos en morigeradas costumbres y opiniones llenas de pobreza de e...

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PEDRO UGARTE

Todos tenemos algún recuerdo de la adolescencia (y a lo peor de mucho tiempo después) en que un invariable charlatán se hacía lenguas de sus gestas sexuales cuando lo más probable es que fuera el más casto de toda la pandilla, y aún de todas las pandillas que en el mundo han sido. En general, los grandes conquistadores son hombres modestos, que guardan en un secreto álbum de la memoria sus mejores piezas. Del mismo modo, los auténticos millonarios pasan a nuestro lado desapercibidos, casi imperceptibles, envueltos en morigeradas costumbres y opiniones llenas de pobreza de espíritu.

Cuando la semana pasada Haider, el líder de la ultraderecha austríaca, lograba que sus lugartenientes entraran en el gobierno, cientos de columnistas, comentaristas, tertulianos y redactores de cartas al director emprendieron una impetuosa caza (intelectual) del nazi. La vasta piel de toro del Estado amaneció trufada de juicios condenatorios y opiniones de honda factura progresista.

Nada detuvo a nuestras huestes periodísticas, absolutamente nada, ni siquiera la sospecha de que muchos de los que opinaban lo hacían con escasos datos acerca de la realidad política, social y cultural de Austria, de Haider o de su partido. El que escribe, que se sabe anónimo integrante, el más anónimo, de esa numerosa infantería, optó por callar como una tumba. Desde luego no simpatizaba con el sujeto, pero aludir con tanta seguridad a sus íntimas intenciones de gobierno parecía toda una audacia, cuando a menudo ni siquiera somos capaces de reconocer las íntimas intenciones de gobernantes mucho más cercanos.

La presunción de que el país contaba con un ejército de insobornables antirracistas caía con estrépito pocos días más tarde: las masas de El Ejido, la pequeña Suiza almeriense, salían a la calle y emprendían, esta vez de verdad, la caza del moro. La huida hacia delante del comentarista exigiría mantener la integridad de sus opiniones desintegrando la buena fama de los ciudadanos de El Ejido. Con Haider había una ventaja: se aludía a un político. Uno pone por delante el nombre de un político y puede hacer abstracción de los cientos de miles de votos que le respaldan. Pero en El Ejido había que aludir a la gente, a la gente llana de El Ejido. En fin, no había más remedio que calificar: se trataba, sin duda, de un atajo de racistas.

Lo verdaderamente grave es que estas argumentaciones orillan una realidad tan obvia que casi se hace vergonzoso recordarla. Ningún discurso lógico podría convencernos de que en Almería hay más racistas que en Albacete, Barcelona o Pasajes de San Pedro. Lo grave, nos tememos, es que en Almería no hay ni más ni menos racistas que en Carintia, la tierna Carintia de Haider, donde el sospechoso líder ha instalado sus cuarteles de invierno. El Ejido no es un nido de fascistas, El Ejido es un muestreo estadístico de nuestra propia realidad.

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De los violentos brotes de xenofobia uno extrae dos modestas enseñanzas. Por una parte, que es vergonzoso jugar a dar lecciones de moral a países lejanísimos mientras en la comunidad de vecinos donde uno vive se hace acopio de bates de béisbol y barras de acero. Y, por otro, que la huida hacia delante, argumentalmente, resulta nefasta. Porque en El Ejido no hay más racistas que en mi calle (o en la suya, lector), sino sólo unas condiciones sociales propicias que les permiten mostrarse sin tapujos.

El futuro de Europa es preocupante. Esto está lleno de blancos con el alma teñida de negritud moral. De hecho, yo veo en la mía algunas manchas nada tranquilizadoras. La moral cristiana resolvía estas cosas con la espléndida metáfora del pecado original. Pero ahora, se nos dice, ya no hay pecado original. Podemos jugar, en consecuencia, a que todo esto no va con nosotros, porque somos impecables niveladores de la condición humana, campeones de la democracia, paladines de la igualdad. Hasta que nos toque, claro. Hasta que nos toque bandearnos con los retorcidos fantasmas de nuestra propia conciencia.

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