Tribuna:

La democracia defectiva

Al filo del siglo cunden los balances extremos, que enfrentan a panglossianos contra agoreros: aquéllos se remiten al triunfo mercantil de la revolución informática mientras éstos alertan contra ominosas catástrofes que se ciernen por doquier. Y de creerles, ¿cuál sería el más grave problema irresuelto? Los nuevos profetas suelen elegir como peor amenaza algún apocalipsis económico, por el estilo de la degradación ambiental, el incremento de la pobreza o la generalización de la precariedad laboral, causada por el fin del trabajo que Rifkin popularizó. Pero tanto exageran en sus denuncias que r...

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Al filo del siglo cunden los balances extremos, que enfrentan a panglossianos contra agoreros: aquéllos se remiten al triunfo mercantil de la revolución informática mientras éstos alertan contra ominosas catástrofes que se ciernen por doquier. Y de creerles, ¿cuál sería el más grave problema irresuelto? Los nuevos profetas suelen elegir como peor amenaza algún apocalipsis económico, por el estilo de la degradación ambiental, el incremento de la pobreza o la generalización de la precariedad laboral, causada por el fin del trabajo que Rifkin popularizó. Pero tanto exageran en sus denuncias que resulta difícil creerles sin que esto implique sumarse al extremo opuesto que anuncia el fin de la historia con la inminente llegada de una era de abundancia neoliberal. ¿Cómo esquivar ambos economicismos extremos?Según sostienen schumpeterianos como Freeman y Soete, nos hallamos al comienzo de la quinta onda larga de Kondratieff, tras la instauración de un nuevo paradigma técnico que ha determinado una reorganización en la división del trabajo. Pero si bien ello supondrá un claro progreso económico, sin embargo no podrá llevarse a cabo sin graves fricciones con la infraestructura institucional, que resultará desnaturalizada tal como la conocemos. Esto se puede entender al estilo de Marx como una contradicción entre las fuerzas productivas (el nuevo paradigma económico) y las relaciones de producción (las instituciones familiares, culturales y políticas todavía vigentes). Pero sea como fuere, el progreso técnico tendrá un precio a pagar: y éste será la destrucción creativa (Schumpeter) de las viejas instituciones, que se verán obligadas a desaparecer o a cambiar. Pues bien, ése es el desafío del siglo que viene: la reconstrucción creadora de nuevas instituciones culturales y políticas, capaces de servir de base a la futura economía global. Pues hasta que no emerja esa nueva infraestructura sociocultural, las actuales instituciones (la democracia, la familia, la propia identidad biográfica...) seguirán como ahora en quiebra acelerada.

Aquí deseo centrarme en la erosión de la democracia, cuyas instituciones representativas, nacidas con la primera industrialización, parecen entrar en trance de descomposición. Los síntomas sobreabundan: déficit democrático, muerte de las ideologías, venalidad de la clase política, transfuguismo mercenario, corrupción generalizada, descrédito de lo público, sectarismo incivil, absentismo electoral, populismo rampante, desprecio de los derechos ajenos, desarticulación social, degeneración de la cultura cívica. Y ello no sucede sólo en democracias jóvenes en trance de consolidación, como la nuestra y las demás de Europa del Sur y del Este, así como las de Asia y América Latina; sino que también ocurre, además, en las más viejas democra-cias occidentales, pretéritamente consolidadas: como Francia, Inglaterra y, sobre todo, los Estados Unidos de Norteamérica, que cuanto más progresan técnica y económicamente, más se hunden en un difuso fascismo latente, apenas encubierto por un velo ficticio de oligárquico parlamentarismo ritual. Tanto es así que el primer puesto del ranking investigador en Sociología Política ya no lo ocupan las transiciones a la democracia (como en los años setenta) ni tampoco los criterios de consolidación democrática (como en los ochenta) sino la evaluación de la calidad de la democracia: pero no porque ya se dé por irreversiblemente consolidada sino por las dudas que surgen sobre su consistencia institucional. De ahí que se haya entrado en la taxonomía de la democracia con adjetivos (Collier y Levitsky), que busca cualificar los distintos tipos de democracia: neopatrimonial, militarizada, autoritaria, limitada, restrictiva, controlada, protegida, tutelar, vigilada...

En este sentido, la última cualificación reconocible es la democracia por defecto o democracia defectiva, según concepto de Giorgio Alberti que podemos aplicar para describir no tanto el déficit democrático, o la democracia defectuosa por incompleta o pendiente de consolidar, sino la democracia residual o restante que resulta tras descontar o deducir el efecto causado por el absentismo cívico y la abstención electoral. Pues el principal déficit democrático es la ausencia de una plena participación ciudadana, derivada de la falta de representati-vidad de la clase política. Al no sentirse bien representados, los ciudadanos se desinteresan de la cosa pública y desertan de la participación cívica. De este modo, y al igual que del pleno empleo se pasó al vigente desempleo con empleo precario, también de la plena participación política se ha pasado a la vigente abstención ciudadana con menguante y precaria participación electoral. Ahora bien, como el que calla otorga, el resultado de esta defección ciudadana es el ascenso rampante de minorías antidemocráticas (según ejemplo reciente de Austria o Suiza, análogo al de Euskadi), que pueden llegar a adquirir por defecto u omisión el control de una espuria mayoría electoral. A esto se le llama populismo, culpando a los demagogos que explotan la frustración ciu-dadana, pero es inútil buscar culpables, pues en realidad el problema es estructural, derivado de la disfunción institucional democrática.

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Del populismo lo sabemos casi todo sobre su discurso retórico, su ritual escénico, su caciquismo clientelar y sus oportunidades de movilización, a partir de autores argentinos como Gino Germani y Ernesto Laclau, o entre nosotros Álvarez Junco y Robles Egea. Pero lo atribuíamos a regímenes premodernos, autoritarios o en trance de democratización, por lo que nos parecía incompatible con una democracia plenamente consolidada. Pues bien, ahora nos lo encontramos en el corazón mismo de Europa y Norteamérica, perfectamente adaptado a la arquitectura institucional democrática que coloniza y parasita. ¿Cómo explicarlo? A juzgar por mis someras lecturas, el autor que mejor analiza la cuestión es O"Donnell con su concepto de democracia delegativa (expuesto en tres importantes artículos traducidos en su recopilación Contrapuntos: Paidós, Buenos Aires, 1997). Para él, las democracias latinoamericanas están institucionalizadas de una forma unilateralmente electoralista, pues en ellas funciona la accountability vertical, que permite responsabilizar retrospectivamente a los gobernantes ante sus electores, pero en cambio no funciona la accountability horizontal, que obliga a los gobernantes a responsabilizarse ante la sociedad civil y demás agencias públicas encargadas de controlar al ejecutivo. El resultado es la impunidad de los gobernantes, primándose la incentivación de sus extralimitaciones. Así es como se patrimonializa el poder, generándose por toda la sociedad un clima de corrupción clientelar que erosiona irreversiblemente el respeto por la legalidad. Y la consecuencia es que los ciudadanos delegan en el poder plebiscitario toda su responsabilidad cívica, absteniéndose de comprometerse o participar en la cosa pública. Por eso, la aplicabilidad del modelo no se reduce a Brasil o Argentina, pues también se ajusta como anillo al dedo a la Italia de Andreotti y Craxi o a la España de González y Aznar.

Para O"Donnell, esta deficiente institucionalización no depende del diseño de su ingeniería constitucional sino, al modo tocquevilleano, de las relaciones sociales: es una cultura política de matriz autoritaria la que segrega esa doble moral, que finge plegarse a la formalidad de las reglas democráticas mientras las viola y transgrede informalmente en la clandestinidad. Y O"Donnell es pesimista, pues no limita el contagio de la democracia delegativa a las áreas hasta hace poco autoritarias sino que lo extiende a toda la cultura latina y asiática, sin que se vean libres siquiera de padecerlo las áreas protestantes y anglosajonas. Se trata, sin duda, de una cuestión de grado, como revela el reciente informe sobre la corrupción elaborado por Transparency International, en el que las culturas escandinavas salen las mejor para-das mientras Francia y España se sitúan empatadas en el puesto número 22, a mitad de camino hacia las democracias asiáticas y americanas. Pero tampoco cabe esperar que el progreso económico mejore las cosas, pues según señala O"Donnell, no hay ninguna senda unilineal que conduzca hacia el civismo pleno. Por el contrario, todo hace pensar que la nueva cultura global, a la vez teledirigida y neoliberal, exacerbará los peores defectos inciviles de la democracia delegativa, hasta que no aprendamos a refundarla sobre nuevas bases ciudadanas.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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